DERECHO ROMANO
1.1 EL DERECHO COMO FENÓMENO SOCIAL
Antes de aproximarnos a los esquemas del Pensamiento Jurídico es necesario puntualizar una serie de datos.
Hay que señalar que el Derecho es algo que se produce dentro de la vida social, que práctica-mente todos los actos de nuestra vida tienen trascendencia jurídica. Para empezar diríamos que las personas al nacer se convierten en sujetos del Derecho, las personas cuentan para el Derecho.
La función del Derecho es organizar la vida social, es decir, organizar este tipo de fenómenos a los que hemos aludido, Fenómenos Jurídicos. El Derecho no es algo que se impone desde arriba sino que por consenso social decidimos tener.
Lo que se aprueba como ley es lo que la sociedad quiere. El Derecho nace de las propias normas que quiere darse una sociedad. Hay dos formas en que la sociedad concibe el Derecho.
¿Cómo se puede concebir el Derecho?
Para que de solución a estos conflictos de intereses, cabe distinguir dos posturas:
— La concepción normativista.
— La concepción casuística.
1.2 CONCEPCIÓN NORMATIVISTA DEL DERECHO
Para la concepción normativística el Derecho es un conjunto de normas, es algo que viene for-mulado y cristalizado en las normas. El Derecho aparece como una previa formulación normativa abstracta y general.
El Derecho es el orden preestablecido para una sociedad, la propia comunidad ha planteado pre-viamente el orden que considera deseable establecer y este orden se ofrece a través de una serie de reglas.
Para una concepción normativista del Derecho las normas constituyen lo primero, las normas son el punto de partida de toda investigación y de todo análisis, ellas prefiguran la realidad deseable y, por tanto, la realidad debe ajustarse a ellas.
Las normas prevén las consecuencias jurídicas que se producirán cuando la realidad no se ajuste a ellas.
Esta concepción del Derecho representa los derechos del continente europeo, en donde las ma-terias jurídicas se encuentran reguladas en códigos.
1.3 CONCEPCIÓN CASUÍSTICA DEL DERECHO
La concepción casuística del Derecho concibe el Derecho como un modo de solución de los conflictos que en ningún caso podrán solucionarse de modo único, en esta concepción los criterios para solucionar los conflictos son flexibles y deben atender el caso concreto.
A esta concepción del Derecho pertenece el Derecho inglés, el Derecho angloamericano y perte-neció el Derecho romano.
Estas dos concepciones del Derecho implican dos métodos de solución a los conflictos de intere-ses.
Métodos
La concepción normativista utiliza el método de pensamiento axiomático (sistema cerrado norma-tivo) y la concepción casuística el método tópico (sistema abierto o casuístico).
El método axiomático, sirviéndose de la deducción lógica, hace derivar todas las máximas y con-ceptos de un sistema de normas o conceptos raíces.
Este Derecho tiene una estructura sistemática que permite su interrelación. El método tópico no parte del sistema como una totalidad, del que se puede sacar por deducción la norma concreta que contiene la solución del caso, sino que por el contrario parte del caso mismo.
En el sistema judicial inglés existían tradicionalmente dos tipos de tribunales:
— Tribunales de equity.
— Tribunales de Common Law.
Los tribunales de equity o de equidad no juzgaban según el derecho consuetudinario, sino que juzgaban según la equidad.
Los tribunales de Common Law juzgaban de acuerdo con una mezcla del Derecho romano y el Derecho consuetudinario (costumbres).
En el siglo XIII se estructuraba el orden judicial con tribunales de equity o de Common Law, a pe-tición del interesado, y por encima de estos tribunales estaba la Conselleria Real que resolvía las apelaciones.
En el siglo XVIII se fusionaron ambos tribunales y el sistema de Common Law acabó absorbiendo los tribunales de equidad.
El sistema de Common Law consiste en que los precedentes (casos semejantes resueltos con anterioridad) de un tribunal superior son vinculantes. Esto significa que el juez, al resolver un caso debe hacerlo de acuerdo con un precedente, y, si no existe, con su sentencia creará uno nuevo.
En el sistema anglosajón el legislador sólo interviene cuando quiere cambiar una orientación ju-risprudencial o bien cuando la jurisprudencia no ha llegado a resolver de manera satisfactoria.
De esta forma la ley tiene carácter supletorio y debe interpretarse siempre de forma restrictiva, sin poder utilizar la analogía.
2 Organización política
2.1 EL ESTADO–CIUDAD COMO PUNTO DE PARTIDA
La historia del Derecho romano universal comienza en una comunidad cuyas humildes condicio-nes apenas podemos imaginar hoy en día.
El estado romano de la época arcaica es uno de esos innumerables estados ciudad «civitas» de la Antigüedad, que gravitan en torno a un único reducto fortificado, escenario del tráfico económico y de la totalidad de la vida política; a su alrededor se extiende un área sobre la cual sólo se encuentran caseríos aislados o aldeas abiertas.
Los estados ciudad «civitas» son una idea de agrupación de hombres libres instalados sobre un pequeño territorio, que están dispuestos a defender, a su vez son partícipes en mayor o menor me-dida en las deliberaciones sobre aquellas decisiones que se adopten en el interés común.
Todas las «civitas», cualquiera que fuese su forma de gobierno constaba:
— Consejo de nobles (ancianos).
— Asamblea popular.
— Uno o varios jefes.
En los primeros siglos de la historia romana el territorio estatal y la población de Roma habían crecido ya considerablemente. Pero es únicamente en los siglos IV y III a. C. cuando Roma crece paulatinamente, hasta convertirse en un estado al que, también hoy con nuestros módulos, llama-ríamos grande; finalmente, Roma termina por dominar toda Italia.
La población de Roma era —cuando menos en su sustrato— de origen latino. Los vínculos que unían a Roma con las demás comunidades latinas, esto es, con sus vecinos del este y sur, eran un lenguaje común (la lengua de los latinos, el latín), y una cultura similar, incluso en el campo del De-recho.
Los influjos culturales exóticos de la época primitiva de la historia romana, o sea, después del siglo VI a. C., son, cualitativa y cuantitativamente fáciles de determinar. Partieron éstos de dos pueblos superiores en cultura: los etruscos y los griegos.
2.2 ORGANIZACIÓN ECONÓMICO–SOCIAL Y SU REFLEJO EN LA ORGANIZACIÓN POLÍTICA. CLASES Y LUCHA DE CLASES
La Roma de la época primitiva era una comunidad rural. Es posible que el favorable emplaza-miento de la ciudad a orillas del Tíber (río navegable que, además, por aquí era fácil de vadear) y al lado de la antiquísima vía de la sal (via salaria), en tierras de los sabinos, fomentará muy pronto el desarrollo de la industria y el comercio. Sin embargo, durante toda la época arcaica e incluso mucho después, el peso de la vida política y económica gravitó sobre la propiedad de la tierra (fudiaria) y precisamente sobre un número relativamente pequeño de familias nobles (patricii), los cuales poseían la mayor parte del suelo romano y formaban en calidad de jinetes (equites) el núcleo del ejército romano.
Les separaba de la masa del pueblo una imponente distancia social: la Ley de las XII Tablas no permitía matrimonios entre patricios y plebeyos (plebs). Éstos estuvieron excluidos de los cargos públicos hasta las luchas sociales de los siglos V y IV a. C. y no llegaron nunca a tener acceso a algunos cargos sacerdotales.
Parece ser que una parte considerable de la plebe se componía originariamente de pequeños la-bradores independientes, asentados sobre suelo patricio. Pues los mismos propietarios patricios eran labradores y no terratenientes, en el sentido de la moderna economía agraria. Administraban la hacienda con sus hijos y con unos pocos esclavos y, por ello, sólo podían aprovechar una porción de lo que poseían. El resto lo daban en precario (precarium) a plebeyos que carecía de tierra o que tenían poca, entrando éstos así en el círculo de los vasallos protegidos (clientes), que debían, por tanto, seguir al señor en la guerra y en la política. A cambio, el señor patricio tenía que proteger y ayudar al cliente cuando éste se encontrara en situación difícil. Da una idea de lo rigurosa que era esta obligación una norma de las XII Tablas que condenaba al destierro al patrono que hubiera sido infiel al cliente.
La nobleza patricia (y quizá sólo ella) estaba dividida en linajes (gentes). Los pertenecientes a un mismo linaje estaban unidos por un nombre común (nomen gentile) y por cultos comunes.
La soberanía absoluta de la nobleza patricia estaba asegurada en tanto la caballería, que se re-clutaba de sus filas, siguiera siendo la verdadera fuerza de combate en las levas romanas. Pero esta situación cambió cuando se introdujo la llamada táctica hoplítica, la cual, procedente de Grecia, se difundió también por Italia y, según afirma la investigación arqueológica, a fines del siglo VI había penetrado ya en Roma. Consistía en armar a los infantes con escudos y lanzas, la fuerza de choque pasó, en las guerras, a la infantería, que estaba formada por los plebeyos más acomodados. Y éstos, que antes en campaña no habían desempeñado más papel que el de una multitud desorganizada, pasaron ahora a llevar sobre sus hombros el peso de la guerra y, con él, sus éxitos.
Lo mismo que había sucedido unas generaciones antes en las comunidades griegas, también en Roma se unió, a esta transformación militar, la revolución política: la plebe comenzó la lucha por la equiparación política contra las familias patricias. Esta lucha, que se prolongó aproximadamente durante un siglo, terminó teóricamente al democratizar, en cierto modo, la república romana. Pero, en realidad, el carácter aristocrático de la política del estado continuó sin interrupciones. Sólo que ahora un número de familias plebeyas, que habían logrado riqueza y prestigio político en el curso del tiempo, se dividían el poder político con los linajes patricios.
Creencias sobre el alma y la muerte
En cuanto a las creencias de este pueblo sobre al alma y la muerte, por mucho que nos aden-tremos en la historia de la raza indoeuropea, no hallamos pruebas de que esta raza haya emitido opiniones de que la muerte signifique el fin de todo. Antes bien creían en la existencia de una vida posterior y la muerte, para ellos, significaba un simple cambio de vida. Creen que la vida de aquellos que mueren continúa debajo de la tierra y que, en esta segunda existencia, el alma permanecía unida al cuerpo y que los muertos siguen teniendo las mismas necesidades que en vida.
Los ritos sepulcrales de estos pueblos demuestran que cuando se depositaba un cuerpo en la tumba se creía que éste seguía conservando el sentido de bienestar o de sufrimiento que tenía de vivo, y por esa razón se enterraban con el muerto los objetos personales y de depositaban alimentos en la tumba. De estas creencias surgió la necesidad de una sepultura, donde residieran el cuerpo y el alma tras la muerte, pues creían que el muerto que no tenía sepultura no podía descansar y en su desgracia se dedicaba a causar la desgracia de los vivos. La necesidad de una sepultura trajo consigo la aparición de la propiedad privada.
Los muertos se consideran seres sagrados. Cada muerto se convierte en un dios para su familia, independientemente de que su comportamiento en vida haya sido bueno o malo. Así aparece la religión en el ámbito de la familia. Esta religión del culto a los antepasados muertos no tiene nada que ver con la que fundó posteriormente la humanidad.
Desde hace muchos siglos la humanidad no admite una doctrina religiosa si no cumple estas dos condiciones:
— Sólo existe un dios.
— Ese dios es accesible a todos los hombres.
Las religiones primitivas no cumplían ninguna de estas dos condiciones, ya que no tenían un dios único, sino que cada muerto se convertía en un dios para su familia y estos dioses no aceptaban la adoración de todos los hombres, sino sólo de su familia. Así, la religión era una religión doméstica. Los ritos religiosos se celebraban ante el sepulcro y éste se convierte en algo inviolable por las otras familias. El sepulcro pertenece a la familia y surge así la idea de propiedad privada.
Los hijos varones mayores tenían la obligación de realizar los ritos sepulcrales a sus antepasados. Cada familia tenía su sepulcro, allí iban a parar sus muertos y ése se encontraba al lado de la casa. Luego la religión quedaba encerrada dentro de la casa. El padre únicamente lo enseñaba o transmitía a su hijo varón mayor.
De estas creencias resultarán consecuencias para el Derecho privado y para la constitución de la familia. Así el principio de la familia no es la generación o sangre. Prueba de esto es que las hijas no tienen la misma importancia en la familia que los varones. Tampoco es el principio de la familia la afección natural, ya que el padre puede querer mucho a su hija pero nunca le dejará sus bienes.
El fundamento de la familia se halla en la autoridad paterna o marital que deriva de la religión. La familia antigua es sobre todo una asociación religiosa y así, el parentesco o el derecho a la herencia son regulados no por el nacimiento, sino por la participación en el culto. La familia se organizaba entorno a la religión, y en el gobierno de la familia no intervenía para nada el Estado.
2.3 CONCEPTO DE ESTADO Y ÓRGANOS
A lo largo de la historia de Roma se producen cambios en la organización política o forma de go-bierno.
Las distintas fases políticas son las siguientes:
— Monarquía. En el principio de Roma se estableció la monarquía. El rey asume funciones polí-ticas, religiosas y militares.
— República. Se pasará de la República al Principado.
— Principado. En un tercer momento y coincidiendo con la expansión de Roma aparece una nueva forma de gobierno, el Principado. Se mantienen las figuras republicanas. Augusto dará un golpe de estado, nombrándose salvador de la República, sin acabar con el sistema republicano. Lo que sí que hará será controlarlo. No se le puede llamar rey ni monarca pero sí príncipe o principal ciudadano.
— Dominado. Entra con Diocleciano. Seguían nombrando magistrados pero poco a poco se irá cambiando el sistema llevado hasta ese momento.
— El sistema republicano
Para los romanos el Estado no es un poder abstracto que aparece frente al individuo, ordenándole o permitiéndole algo, sino que el Estado es simplemente el conjunto de personas que lo componen. El Estado son los propios ciudadanos, estén donde estén, de ahí que los romanos no conocieran el término Estado, sino que le daban el nombre de «Populus Romanus» (comunidad de ciudadanos).
La comunidad de ciudadanos no era una multitud desordenada políticamente sino que se reunían en grupos o asambleas llamados Comicios y en ellos se organizaba el pueblo para tomar decisiones.
El otro órgano constitucional eran las Magistraturas Romanas (tenían el poder ejecutivo) y final-mente el cuarto órgano constitucional es el Senado.
— Organización de los Comicios
Existían tres tipos de comicios o asambleas:
— Centuriata o reunidos por centurias.
— Curiata o reunidos por curias.
— Tributa o reunidos por tribus.
— Concilia plebis.
Los reunidos por curias, los curiata, tenían funciones religiosas y se reunían para funciones refe-rentes a ritos religiosos, administrativas, militares y, además, perduran durante mucho tiempo y en la época republicana de manera simbólica. Constaba de 30 curias, es decir, 10 curias por cada una de las tres tribus.
Los centuriata tienen carácter político y en ellos los ciudadanos se agrupan en centurias. Han perdido ya claramente su carácter militar y se ha convertido en un modo de regular el sufragio y los impuestos. Así, los ciudadanos se dividían según su patrimonio en clases, y cada una de éstas constaba de un número fijo de centurias, sin consideración a la cantidad efectiva de cabezas.
De este modo, el total de las 193 centurias (formadas por 18 centurias de caballería, 5 centurias de obreros y 170 centurias de infantería) estaba repartido en cinco clases, de manera que los más pudientes —los jinetes y la primera clase— poseían ya la mayoría absoluta con 98 centurias (la pri-mera de las cinco clases estaba compuesta por personas que tenían más de 100.000 sextercios, estaba formada por 80 centurias de infantería y 18 centurias de caballería).
Y es que los votos de los ciudadanos sólo se computaban una vez en cada centuria; la mayoría daba el voto de cada centuria; ahora bien, era la mayoría de las centurias la que decidía el resultado de la votación total. Como, además, no se llamaba simultáneamente a las centurias, sino por el orden correlativo de las clases, y como la votación sólo duraba hasta alcanzar una mayoría, lo normal era que los ciudadanos pobres ni siquiera llegaran a ejercitar su derecho de sufragio.
Las competencias de los centuria son:
— Elegir a los magistrados mayores.
— Votar las leyes.
— Decidir sobre la guerra y la paz.
Los tributa tenían ya desde un comienzo un marcado carácter civil. En ella se dividía a los ciuda-danos por su pertenencia a circunscripciones del territorio romano, que, al igual que las tres fraccio-nes de ciudadanos de las curias, llevaban el nombre de tribus. Originariamente había 20 circuns-cripciones (paulatinamente se fueron ampliando hasta 35); cuatro de ellas, las tribus urbanae, se encontraban en el recinto de la ciudad; las demás, que llevaban nombres de linajes patricios, en las cercanías de Roma, las tribus rusticae.
Éstas se formaban por terratenientes mientras que aquéllas lo eran por pequeños artesanos y por el proletariado.
En los comicios por tribus, los miembros de cada una de ellas constituían una unidad de sufragio que tenía una función parecida a la centuria en los comicios centuriados: decidía la mayoría de las tribus y no la mayoría de los ciudadanos con sufragio, y como —al menos en la época arcaica— las numerosas tribus rústicas, que constaban de pocas cabezas, encerraban la riqueza inmobiliaria, y, en cambio, las pocas pero nutridas tribus urbanae contenían la población urbana, que, en su mayor parte, no tenían inmuebles, el elemento conservador tenía también asegurado su predominio en esta forma de asamblea cívica, en que se elegían los magistrados menores y se imponían penas pecunia-rias por infracción de leyes.
Los concilia plebis eran asambleas organizadas con el criterio territorial de los comitia tributa, es decir, el de las treinta y cinco tribus, de manera que, convocadas por los magistrados plebeyos, te-nían como función la elección de los tribunos y ediles de la plebe, y la votación de los plebiscita. Estos acuerdos no vinculaban inicialmente más que a la clase plebeya, pero a partir del 287 a. C., la lex Hortensia estableció la aequatio o equiparación del plebiscito a la lex comitialis, con lo que la distinción entre comitia y concilia dejó de tener consecuencias desde el punto de vista normativo, ya que sus acuerdos tenían la misma fuerza vinculante.
El segundo órgano constitucional, las Magistraturas, se caracterizaban por tener el poder ejecutivo en el ámbito de sus funciones. Son características comunes a todas las magistraturas:
— La colegialidad. Existían dos personas en cada uno de los cargos. No siempre tomaban deci-siones unánimes, en ese caso no se gobernaba.
— La anualidad. Ocupaban el cargo únicamente durante un año.
— La gratuidad. El cargo no era remunerado, por lo que únicamente podían acceder personas muy ricas al cargo.
Las magistraturas son cinco:
I Magistraturas Mayores
• Cónsul: tiene funciones políticas y colegiales.
Dictator. Era un magistrado no colegiado de carácter excepcional, propuesto por los cónsules cuando se daba una situación que ponía en peligro la estabilidad de la vida social. El mandato del dictator duraba como máximo seis meses, y durante el mismo, se suspendían las magistraturas ordinarias, desapareciendo la posibilidad de realizar la provo-catio contra sus decisiones. Su nombramiento hacía que cesara la distinción entre imperium domi, o poder ejercido dentro de los límites del pomerium, e imperium militiae.
Magister equitum. El dictator debía designar un magister equitum que asumía las funciones de jefe de la caballería y actuaba como delegado suyo.
• Pretor: administra justicia. Designaba a un juez para resolver los conflictos. Existían dos tipos de pretor:
Urbano: conocía los litigios entre los ciudadanos romanos.
Peregrino: conocedor de los litigios entre un ciudadano y un extranjero.
• Censor: constituía una magistratura con esfera especial de funciones. No eran elegidos anualmente, sino cada cinco años y para un período de 18 meses. Tenían que comprobar y tener al corriente el censo de ciudadanos y, en especial, determinar la ordenación de éstos en las clases y en las tribus y realizar la admisión formal de los ex magistrados en el senado; además, concedían a empresarios las obras públicas y arrendaban el suelo estatal. Gozaba de un prestigio especial y se consideraba como la culminación de una brillante carrera política.
II Magistraturas Menores
• Ediles: se encargaban de organizar los mercados, hacía de policía en los mercados.
• Quaestor: auxiliares de los censores, de los cónsules y de los procónsules.
• Tribunos de la plebe: fueron magistrados plebeyos de características muy particulares. Desarrollaron una labor de oposición política muy activa en el sistema republicano, a favor de los intereses de los plebeyos, mediante la intercessio que podían oponer a las decisiones de los otros magistrados, a través de la cual paralizaban el cumplimiento de aquéllas. Los tribunos fueron también magistrados colegiados cuyo número varió según las épocas.
• Ediles de la plebe: eran auxiliares de los tribunos y, como aquéllos, publicaban un edicto edilicio al comienzo de su mandato. Con el tiempo los ediles de la plebe se asimilaron a los ediles curules.
El Senado es un órgano consultivo que asesoraba a los magistrados en las cuestiones más im-portantes. Éste está formado por ex magistrados y se entendía que dado que tenían experiencia de poder, podían asesorar a los magistrados. Tiene como funciones decidir sobre la guerra o la paz y todas las cuestiones que afectan a política exterior.
SENADO
MAGISTRADOS
Compuesto por 300 miembros
(ex magistrados) Cónsules Dictator
Censores Magister equitum
Pretores
Ediles curules
Cuestores
Ediles de la plebe
Tribunos de la plebe
COMITIA CURIATA
COMITIA CENTURIATA COMITIA TRIBUTA CONCILIA PLEBIS
3 tribus 5 clases 4 tribus urbanas
30 curias 193 centurias 31 tribus rústicas
POPULUS (ciudadanos romanos)
3 Creación del Derecho
No está en la naturaleza del Derecho el ser absoluto e inmutable. Como toda obra humana el De-recho se modifica y transforma.
Los hombres, en los tiempos primitivos, estaban sometidos a una religión que había servido para crear su derecho y sus instituciones jurídicas. Pero la sociedad se transforma y el cambio social trajo consigo el cambio del antiguo Derecho. Los cambios más importantes que se producen en el De-recho, en este momento histórico son dos:
— Que el Derecho se hizo público, dejó de ser un canto sagrado de los sacerdotes, que eran los únicos que lo conocían, y pasó a ser conocido por todos.
— La ley deja de ser un mandato de la religión. El legislador ya no habla en nombre de los dioses, sino que representa la tradición popular, es decir, la voluntad popular, y, por tanto, debe tener como principio el interés general. A ese momento histórico, en el que se produce este cambio en la concepción del Derecho pertenece la «Ley de las XII Tablas».
3.1 LA LEY DE LAS XII TABLAS
El primer hito relativamente fijo de la historia del Derecho romano es la célebre Ley de las XII Ta-blas, en la que los mismos romanos veían el fundamento de toda su vida jurídica. Se ha dudado, sin razón, de la historicidad de esta obra legislativa; es posible que la fecha tradicional, los años 451-50 a. C., sea también cierta; es digna de crédito la conexión que señalan los historiadores romanos entre la ley y las incipientes luchas de patricios y plebeyos.
La Ley fue obra de una comisión de diez personas a quienes se encomendó el poder político du-rante el tiempo que duró la elaboración de la ley, suprimiéndose las magistraturas ordinarias. Las leyes fueron escritas efectivamente en doce tablas de madera, pero las originales desaparecieron pronto, probablemente hacia el año 390 a. C., en un incendio provocado por los Galos.
La Ley de las XII Tablas tiene influencias del Derecho griego, sobre todo en lo que afecta de ve-cindad y asociación, pero puede decirse que es creación genuina del espíritu romano.
Las XII Tablas eran un esquema del Derecho vigente en su época, como reflejan aún los frag-mentos conservados. Contenían prescripciones sobre el curso del procedimiento judicial, inclusive la ejecución, y sobre materias jurídicas, que hoy día separamos tajantemente incluyéndolas en el De-recho privado y en el Derecho penal, respectivamente, mientras que el legislador antiguo las veía aún como una unidad. En cambio no estaba regulada la organización política del estado ni la constitución judicial.
Por tanto, lo único que quería el legislador era recoger el ius civile, es decir, las normas que se referían al ciudadano particular; ahora bien, éstas, en la medida de lo posible, de modo exhaustivo. Esta delimitación de la materia coincide plenamente con la finalidad que la tradición romana señala a la legislación de las XII Tablas: otorgar seguridad al ciudadano medio en el tráfico jurídico y en la justicia frente a la arbitrariedad de la nobleza patricia.
Materias que se tratan:
1. Tablas de la I a la III. Contienen normas de carácter procesal (cómo actuar en un juicio).
2. Tabla IV. Contiene normas de derecho de familia, podríamos incluir la Tabla V que contiene normas de tutela y sucesión testamentaria.
3. Tabla VI. Hace referencia a negocios jurídicos. (Ej. arrendamiento).
4. Tabla VII. Hace referencia al Derecho de propiedad y sus limitaciones.
5. Tablas VII y IX. Hacen referencia a delitos y al procedimiento penal o criminal.
6. Tabla X. Hace referencia al Derecho sagrado (religioso).
7. Tablas XI y XII. Hacen referencia a normas de difícil catalogación (normas hechas al tuntún).
Una gran parte de la ley —que constituye en la ordenación corriente hoy día las primeras III Ta-blas— se refiere al proceso (legis actio), el cual presenta, al lado de un procedimiento con ceremo-nias arcaicas y rígidamente formalistas, otro tipo de procedimiento más reciente y sencillo, que sólo era adecuado para ciertas pretensiones.
Como es lógico, dado el carácter rural de la primitiva sociedad romana en el Derecho privado predominan el Derecho de familia, el Derecho de herencia y el Derecho de vecindad, que era para la vida cotidiana del labrador la parte más importante del Derecho de cosas. En cambio, los fragmentos conservados de las XII Tablas hablan poco de negocios mercantiles y de otros contratos obligatorios y, además, no hay que suponer que la ley contuviera mucho sobre ellos, pues este sector del ordenamiento jurídico, evidentemente, estaba aún poco desarrollado.
En materia de familia se establece que el Pater Familias conserva la patria potestad como un po-der absoluto, hasta el punto de poder juzgar y condenar a muerte a un hijo.
En materia de sucesiones se conservan las reglas antiguas, la herencia pasa a los parientes ag-nados y a falta de los agnados a los gentiles, y no se reconoce derecho sucesorio alguno a los pa-rientes cognados (parientes de sangre)
Por primera vez se admite que al morir el pater familias, el patrimonio se divida entre sus hijos. Por otro lado conceden a todo individuo la facultad de testar, y los bienes dejan de estar vinculados.
La Ley de las XII Tablas admite el matrimonio Sine Manu, en el que se permite a la mujer seguir estando bajo la patria potestad de su propio padre y mantener así el pretexto agnadicio con su familia. Antes de las XII Tablas la forma de matrimonio que existía era el matrimonio Cum Manu, en el que la mujer pasaba a estar bajo la patria potestad de la familia del marido.
Vamos a entrar ahora algo más detalladamente en el Derecho penal de las XII Tablas, porque de él se trasluce claramente lo que esta ley significa en la historia de la cultura. Aquí se combinan tam-bién rasgos arcaicos con otros más avanzados. Al parecer, la ley arranca, en amplia medida, de la ley de venganza privada del ofendido. El Estado sólo imponía penas en casos de alta traición (per-duellio) y en ciertos delitos religiosos graves; en otros términos, sólo en los delitos que se dirigieran inmediatamente contra la comunidad.
La misma persecución del asesino (parricidas) se dejaba a la familia del difunto. Según parece, las XII Tablas no contenían ninguna prescripción expresa sobre la pena del asesino. Sin embargo, una vieja norma, que es de suponer provenga de la época anterior a las XII Tablas, dice que, en caso de homicidio involuntario, el autor tiene que poner a disposición de los agnados del difunto un macho cabrío. Éste era el sustitutivo de la venganza. El macho cabrío debía ser presentado y sacrificado en lugar del autor del delito y de ahí se desprende, de nuevo, que los agnados podían ejercitar la venganza de la sangre sobre el que «hubiere matado conscientemente y con dolo». Ahora bien, la venganza sólo se permitía cuando la culpabilidad hubiera sido declarada judicialmente.
A diferencia del asesinato, en que el derecho a vengarse dando muerte era tan evidente que no necesitaba siquiera ser mencionado, las XII Tablas prescribían expresamente, para otros muchos delitos, la pena de muerte; en estos casos, la forma de la ejecución reflejaba, más o menos clara-mente, la índole del delito: el que incendiaba de propósito debía ser quemado; el que hurtaba de noche en las cosechas debía ser ahorcado en el lugar del delito en honor de Ceres, diosa de la agricultura; el testigo falso debía ser arrojado al abismo. En realidad no nos encontramos aquí con una pena pública impuesta al delincuente, sino tan sólo con un derecho de talión del ofendido contra el autor, cuya culpa estuviera determinada en una sentencia.
La ley establecía también, para lesiones corporales leves, penas pecuniarias; en estos casos la ley fijaba ya de antemano: por la fractura de hueso (os fractum), el autor tenía que satisfacer 300 ases si el ofendido era libre, 150 ases si era esclavo; para injurias menos graves aún (iniuria), 25 ases. En cambio, en caso de lesiones corporales graves, que inutilizaran un miembro importante, la ley, esencialmente, sólo admitía una venganza que acarreara un daño físico equivalente (talio), claro que sólo bajo el presupuesto de que las partes no se pusieran de acuerdo sobre una compensación y con ella pusieran fin al litigio haciendo las paces (pactum).
Para el Derecho penal, el derecho del ofendido a vengarse era la única y natural consecuencia del delito, y lo que él quería únicamente era limitar a delitos graves la venganza en la persona del autor y colocarla bajo el control de los tribunales, aislar al autor declarándolo culpable y, de este modo, evitar a la comunidad el riesgo de incursiones armadas colectivas. De ahí que, en conjunto, el derecho de las XII Tablas presente aún un carácter muy primitivo.
3.2 EVOLUCIÓN DEL DERECHO
— Tráfico jurídico internacional y «ius gentium»
Como ya vimos, hacia el siglo III a. C. Roma es una potencia política y económica en medio de la corriente de tráfico universal helénico. Los comerciantes romanos llegaron muy pronto hasta el Oriente del mundo mediterráneo y comerciantes extranjeros acudían en mayor escala que antes a Roma y a la Italia romana.
Para el tráfico jurídico entre ciudadanos de distintos estados dominaba en Roma, y en general, en el mundo antiguo el principio de la personalidad del Derecho como criterio supremo. En principio, el Derecho de cada comunidad sólo tenía vigencia para sus ciudadanos, no para los extranjeros.
Al extranjero que no le hubiera sido concedido, con arreglo a tratados internacionales, una equi-paración más o menos amplia con el ciudadano; y, en ciertos casos, incluso el connubium, es decir, la comunidad conyugal, debía de servirse originariamente en conflictos jurídicos de la ayuda de un ciudadano, de un «anfitrión» (hospes).
Pero mientras, Oriente, dominado por la cultura y el idioma griego, prácticamente había superado esta situación de aislamiento, al menos hasta un cierto grado, forjando un derecho de tráfico panhe-lénico basado en la afinidad de todos los ordenamientos jurídicos griegos. El antiguo Derecho civil romano, con sus formas tan peculiares, se encontró, en un principio, como elemento extraño en el tráfico jurídico internacional e, incluso, parecía no querer acoplarse en modo alguno. Mientras el Derecho del tráfico helénico estaba configurado por la práctica y era sumamente elástico, el antiguo Derecho civil romano, dominado por el formalista arte interpretativo, era rígido, áspero y acomodable únicamente a las necesidades cambiantes de los tiempos a través de complicados formularios negociales.
Al igual como era corriente en el mundo griego desde hacía tiempo, Roma se vio obligada también a garantizar al extranjero, como tal, protección jurídica. No sabemos cuándo sucedió esto por vez primera; pero, al menos, conocemos una fecha decisiva para el desarrollo de la protección al extranjero; hacia la mitad del siglo III a. C. crecieron las relaciones comerciales de Roma tan deprisa que hubo de crear un magistrado especial para procesos entre extranjeros y entre extranjeros y ciu-dadanos romanos: el pretor peregrino, (praetor inter peregrinos o peregrinus), como se le llamó para contraponerlo al pretor urbano, (praetor urbanus), es decir, al antiguo magistrado para procesos entre ciudadanos.
De su jurisdicción no sabemos prácticamente nada. Sin embargo, es lícito suponer que desem-peñó un papel decisivo, tanto en la liberación del procedimiento del formalismo de las XII Tablas como en el reconocimiento de ciertos contratos obligatorios, concluidos sin forma (compraventa, arrendamiento de cosas, obras y servicios, sociedad, mandato).
En todo caso, personas que no gozaran de la ciudadanía romana ni del commercium podían ce-lebrar también estos contratos. Como solían decir los juristas tardíos, su fuerza obligatoria no dima-naba del ius civile, del derecho propio de los ciudadanos romanos, sino del ius gentium.
Por tanto, el concepto de ius gentium tiene un significado diverso y más amplio que el concepto de Derecho internacional público, derivado de él. Este último se reduce al complejo de normas que tienen vigencia en las relaciones entre estados en común. Pero el concepto de ius gentium se ex-tiende también a otras materias del ordenamiento jurídico y, concretamente, al Derecho privado.
— Ampliación del ámbito de vigencia del Derecho romano
3.3 ÉPOCA TARDÍA
— Situación económica y social en época tardía
El estado romano, a comienzos del siglo III d. C., presenta ya, en muchos aspectos, un carácter esencialmente diverso al de la época de Augusto y de sus inmediatos sucesores. Tras lenta y pro-gresiva evolución se había llegado a un imperio universal unitario, en que el pueblo dominador apenas se diferenciaba, por su posición jurídica de los dominados.
El orden republicano, restaurado por Augusto con primoroso cuidado, no era más que una hono-rable y vetusta fachada. Las magistraturas y el senado habían perdido completamente su significado político. Se consideró al principado como una institución imprescindible, y desde Septimo Severo (193 d. C.) muestra ya casi al desnudo la faz de una monarquía absoluta, basada en el poder militar. La organización administrativa del principado se había consolidado y difundido cada vez más. En el estado y en la vida cultural dominaba aún la romanidad, pero sus representantes más significativos ya no procedían, a la sazón, de Italia, sino de las provincias, y gran parte de los mismos era de pro-cedencia exótica. El propio senado romano se componía, en gran parte, de provinciales, siendo los más numerosos los pertenecientes a la mitad oriental del imperio. Había desaparecido la supremacía económica de Italia y la misma Roma no era ya un potente centro económico, sino un lugar de inmenso consumo.
El período de casi dos siglos y medio de paz interna no había aportado al Imperio un fortaleci-miento duradero. Después de un poderoso auge vino una situación de quietismo y luego una palpable pérdida de vitalidad en todos los sectores de la vida. Una cómoda existencia de rentista, un vivir del trabajo de los esclavos y del pequeño colono se había convertido en un estilo de vida de círculos demasiado amplios.
La capacidad tributaria del imperio sólo a duras penas puede sostener los gastos de la adminis-tración y del costoso ejército de mercenarios. Las finanzas de innumerables comunidades de las provincias y de Italia estaban tan arruinadas en esta época que los emperadores tuvieron que inter-venir en su autonomía administrativa, implantando comisarios especiales del estado (curatores rei publicae).
Se encuentra en íntima conexión con este hecho un fenómeno, detectable también, por vez pri-mera, a finales del siglo II d. C., el cual adquiere en época posterior gran importancia en la evolución social y política: la paulatina transformación de los cargos honoríficos de Roma y de los municipios en cargos obligatorios en interés de la administración tributaria del estado.
Al igual que en la época de la república, una gran parte de los impuestos a pagar por los provin-ciales no se percibían directamente de la población, sino que repercutían en las comunidades, las cuales tenían que preocuparse y responder por los ingresos. Debido al colapso general de la pros-peridad y a la difícil situación económica de muchas ciudades, el imperio se vio obligado a hacer responsables personalmente del cobro de los impuestos a los órganos administrativos de la ciudad.
Esta responsabilidad frente a las autoridades tributarias, unida a los elevados gastos que se es-peraban de los magistrados en beneficio de la comunidad, amenazaron el bienestar de la elite pro-vincial y provocaron que los cargos honoríficos de la ciudad, en los que había latido el orgullo y el patriotismo local de los ciudadanos ricos de las comunidades, fueran con el tiempo poco apetecidos.
Estas manifestaciones y otras parecidas caracterizan el comienzo de la gran crisis, desde la que finalmente el imperio pasó al último período de su historia con un ordenamiento social y estatal to-talmente transformado. Esta crisis alcanza su punto culminante en la segunda mitad del siglo III d. C., época dominada por graves catástrofes y por la anarquía política y económica.
El ejército, formado ahora por los estratos de la población del imperio menos cultivados, se erigió en soberano absoluto del estado y nombró de entre sus filas a los emperadores; las continuas re-vueltas militares no permitieron que surgiera un gobierno ordenado. Las incursiones de los pueblos vecinos sobre el imperio devastaban extensos territorios; la población rural sufría penosamente bajo los impuestos naturales extraordinarios para la alimentación del ejército y bajo las cargas de acuar-telamiento y las requisas para los transportes, hubo quien intentó escapar dándose a la fuga, de modo que amplias extensiones de terrenos productivos quedaron yermos.
La producción industrial y el comercio sufrieron una recesión; las necesidades monetarias y la escasez de metales nobles forzaron a los emperadores a quebrantar, una y otra vez, la moneda, lo cual llevaba aparejada la inflación, un caos absoluto de la economía monetaria y, en amplia medida, la vuelta a una economía primitiva; en muchos lugares del imperio se llegó a rebeliones de las masas de la población oprimidas y a movimientos separatistas.
En medio de tales tempestades, todo lo que de algún modo estaba superado tenía que desmoro-narse, y salir a la luz cuanto había crecido paulatinamente en los apacibles tiempos del principado. Así se explica que Diocleciano, bajo cuyo reinado se volvió a alcanzar una situación estable, fuera el fundador del nuevo orden estatal, pese a su actividad conservadora en muchos aspectos.
El ordenamiento estatal fundado por Diocleciano y desarrollado conscientemente por Constantino el Grande (306-337 d. C.), en el nuevo espíritu era una monarquía absoluta, sin ambages, con una administración burocrática y una limitación sin miramientos de la libertad personal a favor de los intereses del estado.
Había quedado derrumbada la preeminencia de Roma e Italia. El imperio era ahora una estructura cosmopolita con una doble cultura romano–helénica, en la que el centro de gravedad se iba des-plazando hacia el Oriente griego. Diocleciano residió ya casi siempre en Nicomedia, de Asia Menor; Constantino fundó en Oriente la segunda capital del imperio, Constantinopla, y los propios empera-dores que reinaban en Occidente ya no elegían como residencia a Roma, sino Tréveris, Milán o Rá-vena.
Los órganos constitucionales de la ciudad de Roma ya no tenían significado político alguno. De las antiguas magistraturas, el consulado no era más que una simple condecoración para personalidades de mérito; las magistraturas menores, si es que subsistían, desempeñaban algún papel en el reducido ámbito de la vida de la urbe, pero incluso en este círculo perdieron todas las auténticas funciones administrativas, como también la de la jurisdicción, en beneficio de los prefectos urbanos, nombrados por el emperador. El senado poseía aún cierto honroso esplendor, pero ya no tenía la menor influencia; sus miembros formaban una clase jerárquica muy elevada de súbditos del imperio, a la que pertenecían, sobre todo, junto con algunos representantes de las familias nobles de la urbe, la elite de la burocracia imperial y el generalato; estas dos últimas clases dominaban aún del modo más exclusivo en el nuevo senado creado por Constantino para la capital de la mitad de Oriente del imperio.
La población del imperio ya no se dividía en ciudadanos romanos y ciudadanos que tuvieran una posición jurídica determinada por la situación política de su comunidad o patria, sino en estamentos profesionales, a quienes separaban, cada vez más, barreras infranqueables, porque a cada uno de estos estamentos se les imponían cargas especiales y el estado no permitía que nadie escapara a ellas pasándose a un estamento profesional más ventajoso. Los hijos debían permanecer también, por regla general, en el estamento de su padre.
La férrea coacción del estado y de sus necesidades, que determinará así el ordenamiento de la sociedad romana tardía, fue la consecuencia de un colapso económico, en progresivo avance, desde el siglo III y de la recesión de la población relacionada con él: sólo con esta coacción se creyó poder mantener aún el gigantesco organismo del imperio en un mundo decadente. Quizá sea en este hecho donde más claramente se manifieste que el ordenamiento del estado romano tardía significó, en muchos aspectos, una victoria del mundo helénico y oriental sobre el Occidente y la romanidad. La posición del emperador romano tardío y la configuración de la burocracia traslucen también, de manera inconfundible, las influencias helénico–orientales.
Una singularidad del derecho estatal romano de la época tardía de gran trascendencia para la suerte del imperio, fue la división del mando del imperio entre varios emperadores. El autor fue Dio-cleciano. Su extraño sistema, por el que gobernaban la mitad oriental y la mitad occidental del imperio un emperador (Augustus) y un César (Caesar), de mayor rango el primero que el segundo, no llegó a sobrevivir a su fundador. Pero la división del imperio así realizada, en parte occidental latina y parte oriental griega, se impuso definitivamente, porque ambas mitades del imperio tendían a la sazón a disgregarse.
El desarrollo cultural y económico discurrió en ambas mitades por cauces diversos: en el Oriente, la helenidad, Occidente siguió siendo latino por lengua y cultura; en la mitad oriental la economía y el comercio florecían aún relativamente, en tanto que Occidente se hundía progresivamente en una situación primitiva. Así se dividió la suerte de ambas partes del imperio. La occidental fue pronto presa de los germanos, los cuales penetraban en continuas oleadas; la oriental siguió subsistiendo en la configuración del estado bizantino un milenio entero, hasta el umbral de la Edad Moderna.
— Evolución jurídica en época tardía: decadencia de la jurisprudencia y compilaciones
a) La evolución jurídica de la época tardía hasta Justiniano
La caída de la jurisprudencia clásica, que se produce, como hemos visto, hacia la mitad del siglo III d. C., se encuentra también en relación con las transformaciones políticas y culturales que deter-minan la faz del ordenamiento social de la Roma tardía. El desarrollo de la práctica imperial de los rescriptos, principalmente bajo los emperadores Severos, ahogó, poco a poco, la actividad dictami-nadora de los juristas, destruyendo así el fundamento básico de una jurisprudencia independiente.
El jurista ya no era el consejero que trataba con el soberano casi como de igual a igual, sino úni-camente instrumento servil de la voluntad del emperador. Pero más importante aún que estos cam-bios de la actitud externa de la jurisprudencia fue la ruptura interna con las tradiciones de la época clásica: el hecho de que la romanidad hubiera cesado definitivamente de llevar la dirección de la vida política; que hubieran sido superadas y apenas fueran comprendidas, las bases constitucionales y procesales del derecho clásico y que, de este modo, la estructura de las normas clásicas con sus finas distinciones, nacidas históricamente, no fueran ahora algo vivo. Por último, si reflexionamos sobre el decaimiento general de las energías espirituales, tal como aparece con claridad preci-samente en el curso del siglo III en todos los campos de la vida cultural, se comprende que hubiera acabado el período creador de la jurisprudencia.
Durante un lapso de alrededor de doscientos años, es decir, hasta la segunda mitad del siglo V, el destino de la jurisprudencia se sumerge en la nebulosa de un anonimato absoluto.
Los últimos estudios sobre la historia de los textos, fuentes del Derecho romano y sobre la evolu-ción interna del Derecho posclásico han llegado a resultados que permiten exponer, por lo menos a grandes rasgos, la historia de la jurisprudencia desde el final del período clásico y la legislación jus-tinianea. La exposición puede dividirse así en tres secciones:
— La jurisprudencia de fines del siglo III y de la época dioclecianeo–constantinianea.
— El período del Derecho vulgar.
— La vuelta hacia el Derecho clásico.
La jurisprudencia de fines del siglo III y de la época dioclecianeo–constantinianea mantuvo aún, como se sabe hoy día, estrecho contacto con el legado de la literatura clásica y con el de la clásica tardía de principios del siglo III.
En las escuelas jurídicas, que florecían a la sazón en Roma sobre todo, se estudiaron e interpre-taron a fondo. Los afanes sistemáticos de la escuela, muy influida por la retórica y la gramática, ten-dían a una nueva comprensión de los clásicos, desde un enfoque dogmático. Se sistematizó y gene-ralizó la materia, y lo que en los juristas clásicos era aún fluido y elástico, se vertió en formas fijas y manejables.
La colección de extractos de Papiniano, Paulo Ulpiano, de la legislación imperial, conservada sólo fragmentariamente en un manuscrito de la biblioteca vaticana y conocida, por ello, con la denomina-ción de Fragmenta Vaticana, a juzgar por los fragmentos presentes debió de ser una obra inmensa, cuya extensión no sería muy inferior a la del Digesto de Justiniano. Es de presumir que estuviera destinada fundamentalmente a sustituir en la enseñanza jurídica a las obras originales de los clásicos, raras, costosas y poco manejables.
Sin embargo, es posible que se empleara también en la práctica, donde la consulta de los origi-nales clásicos a menudo era más difícil aún que en las escuelas. Probablemente perseguía también finalidades por el estilo el núcleo fundamental de otra obra de conjunto, la llamada Collatio Legum Mosaicarum et Romanarum. En la forma como ha llegado hasta nosotros, la cual debió de surgir más tarde, es decir, después de los últimos decenios del siglo IV, esta obra ofrece, desde luego, un carácter diverso y muy peculiar: A los extractos de Gayo, Papiniano, Paulo, Ulpiniano, Modestino y las leyes imperiales se contraponen normas de legislación mosaica, para mostrar la coincidencia fundamental del Derecho romano con las prescripciones de la Biblia. Lo que quería este último re-fundidor de la obra era, o bien contribuir a la propagación de las creencias cristianas, o quizá también justificar el Derecho de los juristas y emperadores paganos ante la nueva religión cristiana del estado.
En el transcurso sucesivo del siglo IV, el nivel de la jurisprudencia bajó, según parece, rápida-mente, y el conocimiento de las grandes obras de los últimos juristas clásicos se perdió aún más. De la literatura clásica, probablemente, sólo se conocían las instituciones de Gayo, pero esta obra fue también considerada demasiado extensa y difícil y, por ello, abreviada y parafraseada.
Aunque a través de esta literatura elemental penetraba un destello del arte jurídico clásico en las escuelas de fines del siglo IV y comienzos del siglo V, la práctica jurídica se separó, desde luego, casi por completo de los conceptos y normas finamente elaborados en un grandioso pasado. En el lugar del Derecho técnico de los clásicos apareció un Derecho vulgar. El Derecho vulgar perdió totalmente las ideas procesales básicas del Derecho clásico. Es fácil que las concepciones opuestas al Derecho clásico estuvieran difundidas mucho antes en el estrato inferior de la vida jurídica romana.
Bajo Constantino el mundo de los conceptos jurídicos vulgares comenzó ya a penetrar en la le-gislación imperial. En los trabajos romanos occidentales del siglo V, sobre todo en las explicaciones a las sentencias de Paulo y a las colecciones posclásicas de constituciones que, junto con estas fuentes, fueron recibidas en extractos en el código de la romanidad del rey de los visigodos Alarico II. Esta redacción, llamado interpretatio visigotica, apenas presenta ya huella alguna del espíritu del Derecho clásico.
Pero el código de los romanos que acabamos de citar no es el único que se encuentra bajo el signo del Derecho vulgar. Otras obras legislativas de los reinos germánicos están también ancladas en el mismo mundo de conceptos cuyo origen no pudo ser captado hasta ahora debidamente por faltar un conocimiento suficiente de la evolución del Derecho vulgar.
La legislación de la mitad oriental del imperio a fines del siglo IV y en el siglo V estaba influida también por las categorías del Derecho vulgar. En la práctica jurídica sobrevivía el Derecho consue-tudinario local y, en primer término, el Derecho consuetudinario helenístico. Porque este Derecho autóctono no fue nunca suplantado completamente por el Derecho romano. Como el Derecho vulgar y el Derecho helenístico tenían una estructura análoga, a veces será difícil discernir claramente ambos componentes de la vida jurídica oriental.
Tanto más sorprendente resulta el hecho de que en la ciencia escolástica de la mitad oriental del imperio se produjera una vuelta al Derecho clásico. Protagonista principal de esta evolución lo fue la escuela de Derecho de Berito (Beirut). En esta época, la escuela jurídica de Berito era formalmente una facultad de Derecho con un plan de estudios fijo, distribuido en cursos anuales, cuyo objeto era el estudio de las constituciones imperiales y de la literatura jurídica clásica. El estado fundó una segunda escuela de Derecho del mismo estilo el año 425 d. C. en la capital del imperio: Constantinopla.
Desde luego, comparada con la jurisprudencia clásica, la erudición de los bizantinos produce la impresión de falta de vida y de ser ajena a la realidad; los bizantinos no eran ni juristas prácticos ni pensadores originales y su férrea creencia en la autoridad del texto les hizo quedar como aprisiona-dos en el mundo conceptual de un gran pasado. Pese a todo, los juristas de Berito y Constantinopla tienen un gran mérito: fueron ellos los primeros en encontrar de nuevo el camino al estudio e inteli-gencia de los clásicos, saliendo de la superficialidad de los siglos anteriores; es probable que, sin su actividad, del espíritu de la jurisprudencia clásica hubiera pasado a la compilación justinianea tan poco como en el Occidente del imperio.
La jurisprudencia de la época tardía no poseyó un verdadero vigor creador en ningún período de su evolución. No obstante, su trabajo secular revistió una gran importancia histórico–jurídica, y cada una de sus fases realizó su propia aportación a la misión universal del Derecho romano.
Como en los demás sectores, también en el de la legislación la monarquía posclásica se arrancó la máscara de la república, tan característica del período del principado. En esta época, los empera-dores promulgaban incluso leyes en sentido formal, y su legislación es la única que conoce la época tardía. En la época tardía sigue teniendo significado material únicamente la diferencia entre manifes-taciones del emperador, tendentes a implantar normas de validez general (leges generales) y las decisiones de casos concretos (rescripta), las cuales ya no poseen ahora validez general como en la época anterior a Diocleciano.
En las grandes colecciones de constituciones de la época tardía se ha conservado una cantidad inmensa de leyes imperiales posclásicas, aunque seguramente sólo una pequeña porción de su número total.
El «derecho de juristas» (ius), contenido en la literatura jurídica clásica, y la legislación imperial constituían teóricamente el fundamento del ordenamiento jurídico de la época posclásica. Pero am-bos grupos de fuentes no eran accesibles a la mayoría de los jueces y abogados más que de una manera muy incompleta. Porque los propios comentarios de los último juristas clásicos, que ofrecían una visión bastante completa sobre el ius, sólo se podían consultar en pocos lugares, y es fácil que las constituciones imperiales, en principio, no se publicaran ni difundieran oficialmente. Quien tuviera acceso a los archivos imperiales podía examinarlas o copiarlas allí, pero a disposición de todo el mundo sólo estaban las constituciones refundidas o reunidas en la literatura privada de los juristas.
De todos modos, el contenido de los escritos de los juristas clásicos era Derecho vigente y podía aplicarse siempre en el proceso. Según un uso muy extendido en todas las épocas de la Antigüedad, correspondía a los abogados probar al juez las normas jurídicas favorables a su parte. Por eso, un abogado sagaz podía siempre presentar citas de la literatura jurídica o de las constituciones imperiales y exigir al juez la observancia de su contenido. Pero el juez con frecuencia ni siguiera se encontraba en situación de comprobar la autenticidad de los textos citados. Si ambas partes apelaban a fuentes jurídicas contradictorias entre sí, el juez se encontraba con la disyuntiva de decidirse por una opinión u otra.
Sólo partiendo de estas circunstancias es posible comprender un grupo de leyes de los siglos IV y V, que se suelen englobar bajo el nombre de leyes de citas, que contienen prescripciones sobre los escritos de los juristas que pueden aducirse ante los tribunales y sobre el modo de valorar sus testimonios en su mutua interdependencia. Las más antiguas de estas leyes deciden sólo cuestiones concretas, controvertidas, al parecer, en la práctica. La primera, del año 321 d. C., derogó las notas críticas a las respuestas y cuestiones de Papiniano, trasmitidas bajo los nombres de Paulo y de Ulpiniano; en adelante sólo se podía alegar ante los tribunales la opinión propia de Papiniano. La segunda, promulgada igualmente por Constantino en los años sucesivos, confirmó la autoridad de todos los escritos de Paulo y, especialmente, de las sententiae que circulaban bajo el nombre de Paulo (no procedían, en realidad, de él, sino de un autor posclásico). Alrededor de un siglo después, se promulgó la más amplia de las leyes de citas, una constitución de Teodosio II y Valentiniano III del año 426 d. C., que delimitaba el círculo de los juristas que podían ser aducidos en juicio como autoridades del ius, introduciendo al propio tiempo, una especie de orden de votación entre ellos: todos los escritos de los clásicos tardíos más destacados Papiniano, Paulo, Ulpiano y Modestino, además de los de Gayo, debían tener vigencia ante los tribunales.
Teodosio II concibió el ambicioso proyecto de elaborar, con la inmensa materia del ius y de las leges, un código que «no dejara margen a errores o ambigüedades y que, publicado bajo el nombre del emperador mostrara a cada uno lo que debía hacer u omitir». Esta obra, el Codex Theodosianus, representa la continuación de dos colecciones privadas de constituciones, que habían surgido en el reinado de Diocleciano. La más antigua de ellas, el Codex Gregorianus, contenía constituciones desde Adriano; la más sucinta y reciente, el Codex Hermogenianus, solamente tenía constituciones de Diocleciano. El Codex Theodosianus fue publicado e 15.2.438 d. C., primeramente en la parte oriental del imperio. Fue acogido por el emperador Valentiniano III para el territorio bajo su mando, entrando en vigor en todo el imperio el 1.1.439.
Poco más de una generación después cayo el imperio romano de Occidente. Aunque los germa-nos vivían fundamentalmente según el Derecho germánico de su propia estirpe, la población romana vivía según el Derecho romano. Así se explica el hecho sorprendente a primera vista, de que en occidente surgieran compilaciones oficiales de Derecho romano, incluso después de acabarse la dominación romana.
La más antigua de estas compilaciones, el llamado Edictum Theodorici, procede del reino de los visigodos. Otra compilación más amplia fue el Codex Euricianus (475). Iba destinado a los godos y no a la población romana. En el 506 Alarico II hizo elaborar y publicar un código para sus súbditos romanos: la Lex Romana Visigothorum
b) La codificación justinianea
Vimos ya como en el Oriente del imperio la escuela de Derecho de Berito, a la que se une a prin-cipios del siglo V la de Constantinopla, encontró el camino hacia las grandes obras de la literatura jurídica clásica, el cual hasta entonces había quedado cerrado por la evolución posclásica. Los co-mentarios de Ulpiano y Paulo y sobre todo, los escritos de Papiniano, fueron leídos y comprendidos de nuevo. De este modo, la misma práctica no se limitó exclusivamente, como en Occidente, a las obras elementales más en uso, sino que estudió con afán las extensas obras de los últimos clásicos. A diferencia de aquellas obras elementales, éstas no contenían un repertorio lo bastante amplia de normas y decisiones apodícticas, que en caso de apuro pudieran ser manejadas por juristas de escasa formación intelectual, sino que estaban formadas por una sucesión inacabable de casos y problemas y, sobre todo, por innumerables cuestiones controvertidas y antinomias.
Es de suponer que esto hiciera sentir la urgente necesidad de que el legislador acotara y ordenara la tradición jurídica en su conjunto. Pero, como es natural, esta obra codificada sólo podía ser realizada sobre la amplia base de las fuentes recuperadas por las escuelas jurídicas. Estas reflexiones explican ya, hasta cierto punto, tanto el hecho del nacimiento de la codificación justinianea como su monumentalidad, que la destaca de las obras correspondientes de Occidente.
Al lado de estas consideraciones reviste también importancia la personalidad de Justiniano, el ca-rácter peculiar de su gobierno y sus tendencias políticas y culturales.
Justiniano quiere restaurar la época Romántica clásica y con esta idea manda a una comisión de juristas que compilen el Derecho romano de la época clásica y el fruto de esta idea fue el Corpus iuris civilis, que se divide en estas cuatro partes:
— Instituciones (Instituta)
— Digesto
— Código (Codex)
— Novela (Novelae Leges)
Una porción de constituciones de Justiniano nos informa de las vicisitudes de la labor codificadora. Estas constituciones preceden a cada una de las partes de la obra y se suelen citar, como las encíclicas papales, según las palabras iniciales.
Entre las personas que escogió Justiniano para llevar a cabo los planes de codificación se encon-traba en primer término Triboniano. La decisión de Justiniano de hacer una selección oficial de la literatura jurídica clásica, esto es, el plan del Digesto, parece provenir de iniciativa suya.
Seguiremos el curso de la compilación. Comenzó el año 528. El 13 de febrero Justiniano convocó, por la Constitutio Haec, una comisión de diez personas, confiándoles el encargo de realizar una nueva recopilación de las leyes imperiales contenidas en los códices gregoriano, hermogeniano y teodosiano. Las leyes anticuadas debían ser suprimidas, eliminadas las antinomias, reduciendo los textos a lo verdaderamente esencial. La obra fue concluida en el plazo de un año y publicada el 7 de abril del año 529 mediante la Constitutio Summa, teniendo fuerza legal desde el 16 de abril. Estas fechas significan la derogación de los viejos códices y todas las leyes imperiales que no habían sido acogidas en este nuevo Codex Justinianus. Como el código de Justiniano sufrió una nueva redacción en el curso de ulteriores tareas codificadoras, tuvo sólo vigencia pocos años y no se nos ha conservado.
La Constitutio Deo auctore, del 15 de diciembre del 530, encauzó el trabajo hacia una inmensa colección del Derecho de juristas. Planeada inicialmente para diez años, la colosal empresa prosperó de tal modo que el resultado pudo publicarse después de tres años, el 16 de diciembre del 533, por la Const. Tanta. La obra estaba dividida en 50 libros, separados a su vez en títulos y, siguiendo el ejemplo de las grandes colecciones casuísticas de la época clásica alta, recibió el nombre de Digesta. El 30 de diciembre entraron los Digestos en vigor. A partir de este día, los escritos originales de los juristas clásicos y los escritos elementales posclásicos desaparecieron de la enseñanza jurídica y de la práctica judicial del imperio de Oriente.
Todavía no se había publicado el Digesto cuando se terminó un tratado oficial para principiantes, destinado a la enseñanza jurídica y compuesto a base de las instituciones de Gayo y obras elemen-tales de la literatura clásica y posclásica. Esta obra recibió también fuerza legal y precisamente desde el mismo día que los Digestos.
Al componer los Digestos se encontraron algunas cuestiones aisladas controvertidas entre los ju-ristas clásicos y también normas jurídicas y compilaciones, que fueron consideradas anticuadas o injustas. Muchos de estos obstáculos fueron sencillamente eliminados. Se creyó poder dilucidar otras cuestiones mediante leyes especiales. Así, en el curso de la labor de composición de los Digestos se promulgaron numerosas constituciones introduciendo reformas de Justiniano.
Ahora se trataba de incluir estas leyes reformadoras en el Codex del año 529 y, en general, de acomodar el Codex, como parte más antigua de la codificación, al estadio jurídico que se había al-canzado entre tanto.
Se concluyó esta tarea tan rápidamente que el Código refundido de Justiniano (Codex repetitae praelectionis) pudo publicarse ya el 16 de noviembre del 534 y entrar en vigor el 29 de diciembre. Se dividía en 12 libros, repartidos, a su vez, en títulos. Los títulos tratan, como en las demás secciones de la codificación, de una materia jurídica determinada y contienen las constituciones correspondientes en orden cronológico.
Codex, Digestos e Institutiones constituyen, según intención del legislador, una codificación unita-ria, siquiera careciese de un nombre común, pues la denominación de Corpus iuris civilis (Corpus iuris Justiniani) procede de la Edad Moderna.
El hecho de que se concluyera la gran codificación al publicar el Codex repetitione praelectionis (534) no significó el fin de la legislación reformadora de Justiniano. Antes bien, el emperador intervino en lo sucesivo en el estado del ordenamiento jurídico mediante innumerables leyes particulares de bastante amplitud y organizó nuevamente importantes sectores del Derecho privado, principalmente del Derecho de familia y del Derecho hereditario. Justiniano había planeado ya realizar una recopilación oficial de estas leyes nuevas (leges novellae) al publicarse el Codex del año 534, pero no llevó a cabo su proyecto. En cambio, surgieron múltiples colecciones privadas.
La mayoría de las novelas justinianeas estaba redactada en lengua griega. El griego era, ya de antiguo, el idioma usual en la parte oriental del imperio, y la propia administración romana, por lo común, sólo se servía del latín en la relación interna de los departamentos superiores.
Dejando aparte colecciones especiales de leyes canónicas del emperador, poseemos cuatro co-lecciones de novelas justinianeas. La más antigua de ellas es una refundición resumida (Epitome Juliani) en lengua latina, de 124 leyes, de los años 535 a 555, compuestas, viviendo aún Justiniano, por un tal Juliano. En cambio, una segunda colección latina de 134 Novelas sólo apareció hacia el año 1100 en la escuela jurídica de Bolonia. Pero la colección que contenía de verdad todas las no-velas en texto original, esto es, las griegas en griego y las latinas en latín, sólo fue conocida en Oc-cidente cuando, tras la caída del imperio bizantino, llegaron a Italia sabios y manuscritos griegos.
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