3 Diferencias y coincidencias del Derecho con otros órdenes normativos desde una dimensión histórica
Aunque en el tema anterior se han establecido los caracteres que especifican el Derecho, no re-sulta fácil en la práctica deslindar donde empieza el Derecho, y dónde otros órdenes normativos. En el ámbito de la política y de la economía, la separación radical resulta prácticamente imposible, pero al menos es posible una distinción de competencias. Obviamente, un sistema capitalista mantiene una concepción de la política y la economía, muy diferente de la que defendería un sistema socialista. Y precisamente esas distinciones se concretan en la práctica jurídica.
En este contexto, la distinción entre lo jurídico, lo político y lo económico, que están en íntima co-nexión, se concreta en lo que sería una distribución de funciones, en la que la prioridad a la hora de garantizar los objetivos, reside en el ámbito propiamente jurídico.
Esta relación se complica, aún más, si remitimos la cuestión al campo del Derecho y la Moral, que podría considerarse como unos de los temas claves de la Filosofía del Derecho. De la delimitación de los criterios de distinción, han nacido corrientes de pensamiento contrapuestas, cuyo diálogo y discusión aún permanece abierto.
Atendiendo al enfoque que se dé a estas relaciones caben dos riesgos peligrosos: la moralización del Derecho, o la juridicidad de la moral.
No se trata sin más de dos problemas históricos, sino más bien de una importante discusión doc-trinal. Ha habido autores que han defendido la idea de que toda norma jurídica que no respetara el denominado Derecho Natural, no puede ser considerada como tal norma; y otros han entendido que sólo la norma jurídica puede imponer determinado modo de conducta a la persona, entendiendo que quien impone es en último término el poder político, como expresión de la voluntad de la mayoría de los ciudadanos, y consecuentemente no hay más moral que la social, plasmada en las normas jurí-dicas, y en los valores del ordenamiento que dichas normas pretenden garantizar.
En ambos casos, lo que se está llevando a cabo es una clara confusión de órdenes normativos, sin deslindar qué criterios pueden especificar a cada uno, o en su caso, cuáles podrían ser los pa-rámetros de diferenciación. Y quizá el problema central es que al enfocar las relaciones Derecho–Moral, se parte de algo no totalmente demostrado, que es el uso unívoco del término moral.
Hemos dicho que el problema terminológico no es el más importante, y efectivamente así es. Pero a veces, el debate doctrinal se está desarrollando sin saber exactamente a qué nos referimos al hablar de la moral.
Especialmente en España, en los últimos años, se han debatido cuestiones de vital importancia: la nueva legislación matrimonial, la regulación del aborto, la despenalización de la esterilización de subnormales… En todos estos casos se ha planteado la discusión desde el punto de vista de política pluralista, o quizá de moral tradicional por contraposición a una moral contemporánea… Pero en realidad, el interrogante que se mantiene es qué se entiende por moral.
Por ello, antes de establecer cuáles son los tipos de moral, y la relación de cada una con el De-recho, hay que tener en cuenta dos premisas:
a) No es posible una separación radical entre el Derecho y la Moral. Fundamentalmente porque en ambos casos se está regulando la conducta de la persona, y ésta es única. Lo que quiere decir que hay muchos puntos de conexión entre los dos órdenes. Por eso, podría afirmarse que se trata de órdenes distinguibles, pero no radicalmente separables, cuyos ámbitos de acción hay que delimitar.
b) Tampoco se trata de presentar un modelo único de moral, en el sentido de que desde la perspectiva conceptual hay diferentes modos de definir la moral, y consecuentemente no hay una única respuesta; y desde el punto de vista vivencial, se advierte claramente la pluralidad: baste pen-sar el papel de la cultura y de la historia en la delimitación de las normas morales. Con esto no se quiere decir que todas las referencias morales son relativas pero sí que no existe un código único de conducta, y en este sentido que no se puede hablar de la moral con una interpretación unívoca.
Ya hemos señalado que resulta difícil en la práctica establecer una distinción clara entre el Dere-cho y la moral, puesto que en ambos casos se trata de regular la conducta humana, aunque desde perspectivas variadas.
Los criterios diferenciales y comunes requieren de una versión histórica, que nos facilite elementos de juicio para calibrar cómo se ha perfilado la cuestión desde la aparición del fenómeno jurídico.
Desde una perspectiva fundamentalmente pedagógica y, por tanto, general y susceptible de ser matizada, podrían establecerse cuatro períodos históricos para definir las relaciones ente el Derecho y la Moral. Durante los mismos, la visión de estas relaciones varía sustancialmente, lo que implica que dichas relaciones están teñidas por el tipo de sociedad, y consecuentemente la cultura, las insti-tuciones, y la tradición que hay vigentes en cada momento.
Estas etapas abarcan, desde lo que podría calificarse de un modo muy general como período de antigüedad, o quizá como un período originario en el que se busca el establecimiento de unas normas comunes para todos los pueblos, que han iniciado la andadura de una convivencia común. Un segundo período, ya más delimitado abarcaría todo el momento del pensamiento clásico cristiano, seguido del tercer momento histórico que incluye el pensamiento de la Ilustración. Para terminar con lo que podríamos denominar como planteamiento actual acerca de estas relaciones.
Es importante señalar que cada período histórico tiene su explicación y justificación en el contexto en el que se desarrolla. Y esto es fundamental para entender que el modo de asumir la esfera jurídica y la moral depende de las circunstancias en las que se está viviendo.
— Época clásica
Resulta ciertamente difícil englobar con el calificativo de pensamiento de la antigüedad toda la concepción plural, que incluye referencias necesarias a autores con visiones bastante distintas. Pero haciendo esta salvedad podríamos tener en cuenta en este período una confusión casi absoluta de órdenes normativos.
La definición de las normas pasa por los criterios religiosos, morales y jurídicos. Y al fin y al cabo, esta confusión obedece a la idea de unificar la conducta del sujeto, de modo que los criterios religio-sos condicionan los morales, y consecuentemente estas referencias son las que definen las normas jurídicas, entendidas como normas de convivencia dentro del grupo social.
No hay en este momento una separación absoluta entre lo lícito y lo honesto, porque ambos con-ceptos expresan lo mismo. Hay que tener en cuenta que en este momento el Derecho no está desa-rrollado y la ciencia del Derecho se entendía entonces como la ciencia de la jurisprudencia, o si se quiere como la práctica del Derecho, es decir, como la solución que los más sabios podían dar a los conflictos que se planteaban dentro del grupo.
Por tanto, resulta perfectamente justificable que la norma moral, religiosa y la jurídica vengan a significar lo mismo.
De hecho, esta identificación fue caldo de cultivo para posteriores errores que llevaron a conside-rar que la sociedad civil era también la sociedad eclesiástica. En el marco de la Iglesia católica, este panorama potenció el desarrollo de lo que se conoció después como cesaropapismo, que con mati-ces se ha dado en diferentes momentos históricos. Y que probablemente tiene su origen en esta idea de que la conducta humana es única, y, por tanto, no es diferenciable el ámbito de desarrollo de la misma.
Esa confusión no se entiende de modo peyorativo, sino como clara manifestación de un concepto de norma jurídica como criterio de convivencia en el grupo social, consecuentemente dicha convi-vencia responde a unos criterios de orden moral que delimitan la definición de la condición humana. A ello hay que añadir que el sujeto es entendido en dependencia de los dioses, y salvando las prefe-rencias de cada pueblo, la afirmación de la Trascendencia obliga a que entre esas normas morales se incluyan el respeto a las normas religiosas.
La confusión, por tanto, es obvia; casi tanto como su justificación dado el contexto histórico.
— El pensamiento cristiano
Al igual que en la época anterior, habría que señalar las aportaciones de cada autor, y muy espe-cialmente de los dos más significativos de este período, que son Agustín de Hipona y Tomás de Aquino
Con el precedente de la confusión anterior, se plantean algunos problemas. Sobre todo para dis-tinguir el pecado (que se define claramente como una conducta que infringe la norma en el orden moral) y el delito (que se define como una conducta que infringe la norma jurídica).
La distinción parece necesaria, sobre todo por el tipo de sanción que hay que aplicar en cada caso, y también por el fuero en el que se aplican estas normas.
Este período histórico se presenta con unas particularidades muy concretas, en el sentido de que matiza y desarrolla muchos de los argumentos del pensamiento anterior, y sobre todo los estudios de esta época son en muchos casos un intento de acercamiento a la definición del Derecho y de la Moral.
En esta línea, Agustín de Hipona no diferencia propiamente Derecho y Moral como dos órdenes normativos, sino más bien como dos esferas de aplicación de la ley. Y, por tanto, diferencia entre ley eterna y ley humana.
La primera tiene por objeto ordenar lo que sería la moralidad general, o si se quiere la llamada naturaleza humana. Dicho concepto no puede entenderse sin la consideración de todo sujeto como criatura, y, por tanto, como un ser en dependencia de su Creador. De acuerdo con ello, es Dios quien crea, y, por tanto, quien delimita lo específico de la condición humana. No hay más criatura que la creada por Dios. Y en esa línea, toda persona humana tiene una naturaleza propia, que le especifica respecto a todo lo demás que existe. Resulta entonces lógico asumir que la ley eterna (entendida como ley divina) es la que ordena esa denominada moralidad general.
La ley humana, sin embargo, tiene otra esfera de aplicación, que es el orden y la paz social. Lo que quiere decir que la misión de la ley humana es la organización de esa convivencia social dentro de unos criterios que respeten la moralidad general a la que antes se hacía referencia.
El problema fundamental que aquí se plantea es que se parte de una distinción para aplicar la ley, pero no se define qué va a entenderse por ley, y consecuentemente en qué sentido se habla de ley o de Derecho, y cómo se utiliza ese término en el contexto de la moralidad general, o en el contexto de la técnica de organización de la sociedad.
Seguramente por estos equívocos, es Tomás de Aquino quien intenta establecer los criterios de definición entre Derecho y Ley.
El término ley es mucho más amplio que el Derecho, y abarca tanto el ámbito jurídico como el moral. La referencia a la ley se identifica con la ordenación, y en el contexto en el que estamos la ley ordena la conducta. Sólo que el marco de ordenación es diferente porque el objetivo de la moral y del Derecho son distintos. El Aquinate propone que el Derecho persiga la obediencia material, es decir, el cumplimiento de hecho de prescripciones jurídicas que sirven para ordenar la sociedad, con independencia de la intención del sujeto. Por tanto, la finalidad del Derecho es la ordenación de la conducta del sujeto en cuanto ciudadano, para lo cual se hace necesario que cumpla unas leyes de naturaleza propiamente jurídica.
Sin embargo, la finalidad que persigue la moral es la ordenación de la conducta del sujeto en orden a la virtud, y, por tanto, por referencia al sujeto en sí mismo, no en tanto que es miembro de un grupo.
En este período, por tanto, son dos las orientaciones a tener en cuenta:
a) Por ley hay que entender el criterio de ordenación de la conducta humana.
b) Hay dos tipos de ley: la moral, que busca la ordenación de la conducta del sujeto en orden a la virtud; y la jurídica que busca la ordenación de la conducta del sujeto en cuanto miembro de la sociedad. En el primer caso se busca que el sujeto sea bueno; y en el segundo que sea un buen ciudadano.
A ello hay que añadir que se parte de una consideración del hombre en cuanto criatura, y conse-cuentemente en una situación de dependencia. Ello explica la diferencia entre la ley divina o eterna y la ley natural.
La primera sería la ley de Dios, que configura a la persona, y también el mundo en que vive; y la ley natural se entendería como la participación de la criatura en la ley eterna. Es decir, hace refe-rencia a lo que serían las relaciones de justicia para definir a la persona.
Con independencia de aceptar o no estas diferenciaciones entre los distintos tipos de ley, este período aporta un criterio esclarecedor y es el siguiente: la moral se detiene en la intención del sujeto; mientras que dicha intención es irrelevante para el Derecho.
La norma jurídica regula lo que son acciones externas, o más correctamente, el ámbito de la ex-teriorización de la conducta, o si se quiere los efectos externos de la conducta humana. Si se prefiere la vía de la negación, podríamos afirmar que la norma jurídica no tiene competencia para inmiscuirse en la intención del sujeto, aunque también esta afirmación necesitaría de algunas matizaciones.
Esta etapa que hemos clasificado como específica del pensamiento clásico cristiano viene a se-ñalar una línea divisoria entre ámbito jurídico y ámbito moral. Aunque todavía no pueda hablarse de una ciencia jurídica ramificada, sí que ha pasado ya la etapa de la jurisprudencia (al menos, de la jurisprudencia como criterio prioritario y último de definición del Derecho), y consecuentemente se empieza a hacer hincapié en el Derecho positivo. Los problemas vendrán cuando más que atender a lo que sea en sí el Derecho positivo, se insiste en la distinción de éste respecto al Derecho Natural, para terminar entendiendo dicho Derecho Natural como una especie de ordenamiento jurídico de lo que se llamó «naturaleza humana», adulterando lógicamente el sentido propio de cada uno de estos términos.
Se ha pasado, por tanto, de la confusión de órdenes propia de la etapa anterior, al establecimiento de unos mínimos criterios de diferenciación, que sirven al menos para establecer las pautas que distinguen ámbito propio de la norma jurídica y ámbito propio de la norma moral.
Con todas las objeciones que van a ponerse a todo este entramado de los clásicos cristianos, no se puede negar la aportación que en su momento hicieron. Y también en este período no se pueden omitir las coordenadas históricas que posibilitan el desarrollo de este argumento. Téngase en cuenta que en esta etapa no hay más concepción del hombre que la cristiana y, por tanto, no resulta difícil aceptar las afirmaciones en torno a la ley eterna y a la ley natural.
Al menos en este momento hay criterios de diferenciación entre orden moral y jurídico, salvando siempre la imposibilidad de plantearlos como encontrados, puesto que ambos regulan la conducta humana, pero en fueros distintos.
— La Ilustración
Desde el punto de vista de las ideas, el momento de la Ilustración merece un estudio detallado y autónomo, y más teniendo en cuenta quienes fueron los autores que definen esta etapa histórica.
En este orden, la obra de Thomasius pertenece al grupo de los autores denominados racionalistas, y que junto con Wolff y Puffendorf marcaron el puente de plata para pasar del iusnaturalismo clásico al racionalista, siendo protagonistas de una interpretación que en muchos puntos cambia radicalmente la definición del Derecho.
Thomasius sistematizó los criterios de diferenciación entre Derecho y Moral. Hay que tener en cuenta que en este momento la ciencia jurídica se ha empezado a desarrollar, e incluso se han lle-vado a cabo los primeros intentos de codificación, aunque todavía no en los términos de la escuela de la exégesis, que está todavía en germen.
Los estudios acerca del Derecho natural (que se entendía como origen y fundamento del Derecho positivo), fueron redactados en su mayor parte por teólogos y moralistas, que obviamente no conocían de modo pleno el entramado de la ciencia jurídica que se estaba desarrollando. Y por otra, esta posible confusión —aún teniendo en cuenta las aportaciones de la etapa anterior— requería de unos criterios de diferenciación, básicamente buscados para que la norma jurídica no fuera sin más una moralización del Derecho.
Thomasius señala algunas diferencias. La primera de ellas sentencia que la moral atiende sólo a acciones internas, mientras el Derecho lo hace a acciones externas. Este distinto campo de actua-ción tiene su justificación en que el Derecho pretende la paz externa del sujeto, mientas la moral lo que busca es la consecución de la paz interna.
La insistencia en los diferentes fueros de cada orden normativo, confirma que la moral tienen como ámbito propio la esfera de lo personal, mientras que el Derecho tiene siempre una perspectiva bilateral. Al menos, el Derecho empieza a desplegarse precisamente cuando la acción se está mani-festando externamente y, por tanto, de modo explícito o implícito está provocando unos efectos. Lo que significa que el Derecho se entiende siempre en el contexto de lo que se ha llamado alteridad. Y esto se manifiesta aún en los casos en los que la norma jurídica está protegiendo un bien estricta-mente personal, pero es precisamente esa protección entendida como garantía lo que confirma el carácter de alteridad. Las normas morales, sin embargo, no requieren garantías externas, precisa-mente porque se desenvuelven en el campo de lo estrictamente personal.
Esto no quiere decir que las normas morales sean completamente aleatorias: ya veremos al hablar de la moral autónoma que para juzgar la actuación moral, en un momento concreto, es necesario tener en cuenta unas premisas. Pero en lo que Thomasius quiere insistir es en el carácter de las normas morales y jurídicas. Y como el argumento de la naturaleza de las normas no resulta fácil de distinguir, recurre al criterio de la obligatoriedad. La obligación de la moral afecta al fuero interno mientras que el Derecho está fundado en la coacción externa. Precisamente es la nota de la obliga-toriedad lo que este autor apunta, añadiendo a los argumentos anteriores este elemento.
Sin restar mérito a estas afirmaciones, sería importante mencionar que definir el Derecho única-mente por referencia a la coacción es dar una visión un tanto empobrecida de lo que significa el orden jurídico. Porque la remisión a la coacción implica anclar el argumento en el uso de la fuerza, y plantearse entonces la naturaleza de las penas, que no es sino uno de los debates más importantes en el contexto del Derecho Penal.
Si el Derecho se define desde el punto de vista de la coacción exclusivamente, las penas se iden-tifican con el castigo, y en este contexto, el orden jurídico lejos de ser una garantía, es fundamen-talmente un orden peyorativo y negativo, en donde no tendían cabida elementos como la justicia, o la buena fe, o la equidad.
Se entiende así que el Derecho se limite entonces a un ámbito que es más bien formal, y, por tanto, en el que terminan por no importar los contenidos de la conducta que se regula, sino funda-mentalmente los criterios de legitimación formal de las normas. Sólo así se pueden explicar conduc-tas como la de Hitler, o sin ir más lejos, como la de Fidel a finales del siglo de las revoluciones.
En cualquier caso, y teniendo en cuenta el hilo de nuestra argumentación, Thomasius ofrece po-sitivamente una sistematización de los elementos que podrían diferenciar cada uno de estos ámbitos. Y aprovechando estas distinciones, está el terreno abonado para que cuaje no sólo una distinción, sino más bien una contraposición entre moral y Derecho.
La argumentación de Kant rematará esta situación, al manifestar de modo claro la moral y el De-recho como dos campos que son de naturaleza radicalmente diferente.
La moral es autónoma (depende de sí misma) y el Derecho es heterónomo (depende de otros). Aquélla proviene siempre de instancias internas y, por tanto, propias del sujeto, mientas que el De-recho deriva siempre de instancias externas, que implican una peculiar imperatividad para el sujeto.
No hay que olvidar que este modo de razonar se acepta en un momento en el que el problema del Derecho es el problema de la legislación. La consolidación del Estado (al menos los intentos de consolidación) requieren de la utilización del Derecho como elemento de definición de un nuevo mo-do de organizar la sociedad.
El desarrollo del Derecho administrativo, y de la función pública abren con fuerza el diálogo acerca de la distinción respecto al Derecho Privado. Y el Derecho positivo empieza a ramificarse.
Junto a ello, la codificación ofrece una visión muy concreta del elemento jurídico, en el que todo Derecho remite al Derecho positivo, y sólo el Derecho sancionado como tal puede merecer el califi-cativo propio. Se insiste en la positivación, diferenciando cada vez con más fuerza el Derecho natu-ral.
En este contexto es muy fácil entender que el Derecho es un orden radicalmente distinto de la moral. Probablemente son distinguibles, pero como se ha dicho por algún autor, no son ámbitos separables.
El Derecho natural no pertenece al ámbito de lo positivo, y por eso se llega a entender como una especie de moral constituida en ordenamiento jurídico previo al positivo, que lógicamente termina cayendo por su propia base. El Derecho positivo asume así un protagonismo que termina con el rechazo tanto del Derecho natural, como de todo tipo de referencias morales.
Se inicia, por tanto, en este período histórico un debate todavía vigente entre positivismo e iusna-turalismo, como modos diferentes de definir el fenómeno jurídico, y sobre todo, como respuesta a un perfil del Derecho de carácter eminentemente formal.
La legalidad y la moralidad han pasado así de la confusión de la primera etapa a la contraposición en este tercer momento, pasando por la distinción de la etapa anterior. La Ilustración ofrece un modelo nuevo no sólo de sociedad, sino también de persona, y en último término, de la condición humana. Y nuevamente hay que interpretar los argumentos situándose en el momento histórico propio para poder calificarlos.
La defensa de la legalidad tiene el riesgo de perder de vista el contenido de lo que se legaliza. Y aun siendo muy importante el dato formal para definir el Derecho, no deja de ser menos importante la atención a la conducta concreta que se trata de regular.
Quizá el problema ha sido una pretensión de unicidad al interpretar el papel de la moral. Y sobre todo una confusión de los criterios morales con los religiosos, como si el respeto a la condición hu-mana fuera una cuestión exclusiva de credo de fe.
En cualquier caso, lo que hay que decir es que la moral afecta a la actuación de la persona, o si se prefiere del sujeto, en cuanto que tal sujeto, y, por tanto, no sólo por referencia a la convicción religiosa, que no es sino un modo concreto de interpretar esa conducta del sujeto en cuanto que tal sujeto.
Esto significa que querer aceptar unas referencias morales no tiene por qué interpretarse en unos términos tan peyorativos, que se confunda el respeto a las personas con el fundamentalismo.
Con esto, se quiere señalar que la Ilustración ofrece su aportación propia, incidiendo en unos cri-terios sistemáticos para diferenciar el Derecho y la Moral. Pero de esa distinción se pasa a la con-traposición, haciéndose necesario el establecimiento de algún tipo de equilibrio que devuelva la realidad a su lugar propio.
— Etapa contemporánea
El salto de la Ilustración a nuestros días no deja de ser tan genérico como la exposición que se está haciendo. Pero ya se advirtió que se trata de ofrecer una visión muy panorámica de la situación, a los efectos de deducir cómo se han entendido históricamente las distinciones entre estos dos órdenes normativos.
Y a ello hay que añadir que la visión ilustrada se ha mantenido vigente; y que los debates en torno al iusnaturalismo y al positivismo no han cesado de estar presentes, al menos hasta la primera mitad de nuestro siglo. Sólo que la experiencia de dos guerras mundiales y de otros muchos estragos, han llevado a una posible reinterpretación de la persona, y, por tanto, de la condición humana, es decir, tanto de la moral como del Derecho.
Durante todo el siglo XIX se mantienen los argumentos de Kant y de Thomasius. La racionalidad se convierte en una especie de instrumento para fundamentar y explicar cualquier orden de conduc-ta. Y sobre todo, impera una consideración del Derecho, que por impulso de la codificación remite al Derecho exclusivamente positivo.
Hay que recordar que el Derecho positivo es en sentido propio el Derecho que hay vigente. Pero junto a ello no se puede descartar que existen principios, que incluso el propio texto positivo reconoce, para interpretar y entender en la medida correcta la norma vigente. Y dichos principios no son únicamente de carácter formal. Piénsese en la remisión de nuestro Cc al concepto de la buena fe; o si se prefiere a la consideración de los valores superiores reconocidos expresamente en el art. 1.1 de nuestra Constitución. Dichos valores son la libertad, la igualdad, la justicia y el pluralismo político. Y el TC español en reiterada jurisprudencia los ha entendido con un valor normativo (puesto que están incluidos en el texto de la Constitución), lo que implica que incluso puede ser derogatorios del Derecho anterior. Ahora bien, qué se entiende por cada uno de estos valores, o en qué términos deben ser definidos, son cuestiones que no están resueltas en el texto positivo. Y no por ese motivo se admitiría que los valores superiores no son Derecho.
Con esto, lo que se quiere afirmar es que definir el Derecho positivo por referencia a las disposi-ciones vigentes única y exclusivamente resulta un planteamiento muy empobrecedor del elemento jurídico. Y fundamentalmente no acorde con la realidad jurídica, si se puede utilizar esta terminología.
De hecho, la oferta de los positivistas ha terminado siendo tan poco útil como la de los iusnatura-listas. En dos guerras mundiales se han perdido casi 90 millones de vidas humanas; se han utilizado campos de concentración y se han asesinado a innumerables sujetos sólo por ser de una raza dis-tinta; se ha puesto término a muchas vidas inocentes…y un sinfín de ultrajes que resultan de difícil explicación. Y ello, en un contexto en el que los mecanismos de protección jurídica se han multipli-cado. La pregunta es qué ha fallado, para que todos esos instrumentos no hayan sido de la eficacia que se esperaba.
En 1919, después de la I Guerra Mundial, se intenta una especie de convivencia internacional, avalada por la creación de la Sociedad de Naciones. Pero la propuesta estaba claramente frenada por el derecho al veto reconocido para las cinco grandes potencias. Este derecho obstaculizó un proceso de paz, que vuelve a verse truncado durante la II Guerra Mundial. En 1945, y todavía sin estrenar la Carta de San Francisco, dos bombas atómicas destruyen Hiroshima y Nagasaki. Y des-pués del estreno atómico se acuerda la creación de la Organización de Naciones Unidas, en la que los Estados se comprometen a salvaguardar la paz y el respeto a los derechos fundamentales.
Esos deseos se concretan en múltiples estrategias de tipo político, y también en la proclamación de la Declaración Universal de Derechos Humanos en 1948, reforzada por los Pactos Internacionales de 1966.
Con todo ello se muestra un intento de salvaguardar a la persona, más que de asegurar garantías que no han dado el resultado esperado.
En este período resulta claramente insuficiente un debate sobre la viabilidad del positivismo o del iusnaturalismo. Lo más cierto es que la racionalidad no sirve de límite o contrapeso para que lo formal refuerce el contenido de las normas. Por tanto, hace falta pensar otra posible solución.
No se trata de confrontar norma jurídica y norma moral, pero sí de constatar que esa contraposi-ción si se admite en la práctica, implica que todo lo que esté formalmente sancionado como válido, es legal y, por tanto, es aplicable. Pero por correcto que parezca el argumento lo que termina suce-diendo es que por la vía legal puede justificarse absolutamente todo. Los campos de concentración de Hitler eran legales; la falta de libertad de Castro era legal; los atentados a la solidaridad en la antigua Rusia son perfectamente legales, como sería la proliferación de homeless en Estados Unidos.
Si esto fuera así, dónde están los límites del Derecho. Y la respuesta tendría que ser que la moral no puede ser un límite en la medida en que no tiene carácter universal. Quizá resulte cierto. Pero si el límite no es la norma moral en sí misma, si lo es la condición humana, es decir, aquel mínimo que define quién y qué es una persona.
Por esta línea, en nuestros días, la relación ente el Derecho y la Moral tienen una versión clara-mente diferente. No se asume la moral en los términos clásicos que se había entendido desde el siglo XVIII. Pero si por moral se entiende el conjunto de normas que potencian el respeto a la persona, dicho argumento es admitido.
A ello habría que añadir el importante papel que han jugado los movimientos sociales, por la vía del reclamo de algunos modos de definición del sujeto y su entorno, que por la praxis habían desa-parecido.
Todos los movimientos sociales tienen también su origen en unas circunstancias históricas muy concretas, que son específicas de nuestro siglo.
El proceso de descolonización motivó la necesidad de respetar la pluralidad, y, por tanto, de incluir como válido lo que resulta distinto. De ahí surgen todos los movimientos en contra de la xenofobia y el racismo.
Junto a ello, los estragos causados por la bomba atómica y las consecuencias de las dos guerras mundiales, potencian el despliegue de los movimientos pacifistas, en un intento de mantener la paz en el grupo social a partir de la paz en la propia persona, sobre todo por influencia de la obra de Ghandi.
Los atentados contra los recursos naturales, como manifestación de las diferencias entre países pobres y ricos, hace que para unos dichos recursos sean un modo de explotación económica y para otros un modo de supervivencia, sin controlar de ningún modo el uso de esos recursos. Este grave problema es el objetivo central a resolver por parte de los movimientos ecologistas.
Y el respeto a la persona, que incluye no sólo el respeto por lo diferente, sino también por todos aquellos grupos que han sido marginados por la sociedad, potencia el nacimiento de los movimientos feministas y de todos los movimientos en contra de la marginación.
Con este panorama, se entiende que el siglo XX haya pasado por dos extremos claros: de la ma-yor destrucción de la persona con el fin de respetarla a través de la recuperación de su propia reali-dad, salvaguardando a la propia persona y al entorno: trabajo que está siendo realizado precisamente por todos estos movimientos. Junto a ello, se ha pasado de un diálogo sordo entre iusnaturalistas y positivistas, a un intento de interpretación ética del origen y la aplicación de la norma jurídica. Lo que implica que se ha derivado de la contraposición entre Derecho y Moral, a un intento de respeto de las llamadas necesidades mínimas, que tienen un carácter universal, o al menos son admitidas de un modo objetivo.
Esta visión, en la última etapa mencionada implica una proposición mucho más amplia del Dere-cho, no aislado del contexto en el que va a aplicarse, y obviamente no desvinculado de la finalidad que con él se persigue: el respeto a la condición humana.
Con estas cuatro etapas se ve claramente la evolución vivida en el contexto de las relaciones en-tre el Derecho y la Moral. Y sobre todo confirman los esfuerzos por unificar la interpretación teórica de las cosas con la realidad de las mismas.
Es por ello que a pesar de los esfuerzos de unión que se han llevado a cabo, uno de los más im-portantes problemas es la propia evolución de los términos Derecho y Moral. En cuanto al primero, alguna referencia se ha hecho al cambio de consideración del Derecho como jurisprudencia, al De-recho como ciencia jurídica. Pero en ello entraremos con detalle al estudiar en qué consiste dicha ciencia, en cuanto saber jurídico de mayor tradición.
Sin embargo, es más difícil de situar cuál es la definición de moral que va a plantearse como re-ferencia para el tema que nos ocupa. Y la cuestión principal es que resulta casi imposible dar una oferta única de la moral. Hay que considerar el planteamiento histórico, pero también los parámetros de definición que se utilizan al respecto.
3.2 DERECHO Y POLÍTICA
Como ya se ha puesto de manifiesto, a veces es difícil establecer diferencias operativas entre los ámbitos normativos. En la práctica no se puede separar radicalmente la norma jurídica del tipo de sociedad en donde se aplica, o de los criterios morales que en ese grupo hay vigentes, o del sistema económico que se toma como referencia.
Las normas jurídicas son utilizadas habitualmente como cauce para hacer viable una visión con-creta de la sociedad. Este modo de proceder confirma que las normas jurídicas no son asépticas, pero esto no quiere decir que directamente el Derecho es sin más un instrumento de poder político. Lo es, pero no solamente.
En numerosas ocasiones se confunde la referencia a los bienes propiamente humanos con un sistema de votaciones. El situarnos en un contexto democrático posibilita una especie de libertad ilimitada, que se ejercita por el juego de las mayorías y minorías. Y desde esa visión, absolutamente todo es posible en una democracia. Tanto, que se asegura que es el mejor de los sistemas.
No hay duda de que lo es, pero la democracia es un sistema de organizar la sociedad y conse-cuentemente el poder. Se trata de un sistema político que descubre muchas expectativas al ciuda-dano, pero no al ciudadano mismo. El respeto al otro, la tolerancia, la pluralidad… y un largo etcétera son elementos acuñados por la democracia, pero que ésta exista no quiere decir que automáti-camente esos elementos sean experiencia vital. La democracia asegura la realización de esos ele-mentos, pero su ejercicio no depende sólo del sistema, sino fundamentalmente de los ciudadanos y de la educación que hayan recibido.
En realidad, qué tienen en común el Derecho y la Política para que en la práctica sea imposible una distinción total entre un orden normativo y otro.
Podría decirse que en ambos casos se está tratando la conducta humana, pero esto no es sufi-ciente. El Derecho es una forma de regularizar la fuerza o si se prefiere el poder —aunque no sola-mente—. El Derecho, en términos muy simplistas podría identificarse con la vía para organizar la sociedad de acuerdo con un determinado sistema político. Al tiempo que la política viene a desarro-llarse como el marco de organización de la vida de la sociedad, imperando (bien sea por el juego de mayorías, o por otros modos, dependiendo del sistema político) un determinado punto de vista acerca de dicha organización y como consecuencia acera de las conductas a las que hay que dar forma jurídica o no.
Esto implica que tanto en el Derecho como en la política se está utilizando como parámetro el poder. Y en ambos casos se está optando por un modelo concreto de sociedad y de ciudadano.
En último término, hay que afirmar que el Derecho tiene respecto a la política un condicionante importante: la elaboración de la norma jurídica está completamente subordinada a los criterios políti-cos que estén vigentes en la sociedad. Eso es un condicionante, pero también una vía para aclarar la cuestión: esa referencia quiere decir que la norma jurídica (por tanto, lo que hemos denominado aspecto normativo) depende directamente del criterio político. Pero no así lo que hemos definido como Derecho.
Es decir, que la relación entre Derecho y Política pasa por los elementos de la experiencia jurídica, pero de modo muy distinto por cada uno de ellos. Obviamente las necesidades del grupo estarán condicionadas por el sistema político, y por quien tenga poder político en cada momento. Pero esa influencia no margina radicalmente la definición de los bienes que especifican a la condición humana, que en cualquiera de los casos no dependen del sistema político. Sin embargo, sí habrá una gran dependencia en lo que se refiere a eses aspecto normativo. Tanta dependencia que el propio ordenamiento jurídico tienen que prever las posibles confusiones entre Derecho y Política, estableciendo los cauces jurídicos y las garantías adecuadas para que esa confusión no derive en la arbitrariedad o en los atentados contra la justicia.
Si el Derecho se define únicamente por el aspecto de norma, y, por tanto, como un conjunto de normas o disposiciones vigentes, el Derecho no es sino un modo de encubrir el totalitarismo; o dicho de otro modo, en una versión positivista radical del Derecho, éste no es sino un mero instrumento al servicio del poder político y, por tanto, incapaz de realizar ningún tipo de valor superior.
Sin embargo, en nuestra propuesta del Derecho, éste no se agota en la dimensión normativa, aunque efectivamente sea muy importante. Precisamente la distinción de elementos es la única vía para diferenciar cada orden normativo.
— La aportación de las revoluciones
En cualquier caso, y precisamente porque es muy fácil remitir a la confusión de órdenes, el orde-namiento jurídico prevé unos cauces que puedan salvar y garantizar el ámbito propio de cada uno. Esos cauces son fundamentalmente tres:
1. El principio de presunción de inocencia. Manifiesta un adagio tradicional del Derecho, que lleva a considerar que nadie puede ser considerado como culpable si no se prueba explícitamente; o dicho de manera positiva, que todo ciudadano es inocente mientras que no se pruebe lo contrario.
2. El principio de respeto universal al otro. Viene a ser consecuencia del anterior. Fundamental-mente lleva consigo la consagración de la igualdad mínima universal, que legalmente se traduce por el principio anterior, en la igualdad de oportunidades. Esto significa que hay una esfera mínima o básica de derechos que son iguales para todos, y precisamente eso es lo que configura la realidad de la condición humana.
3. La independencia del poder judicial. Este es probablemente el más importante de los elemen-tos para salvar jurídicamente las diferencias entre el Derecho y la Política, el poder judicial se en-tiende al servicio de toda la sociedad y, por tanto, de todos los ciudadanos. Lo que significa que dicho poder no juega en función de un partido o varios partidos políticos, ni tan siguiera en función de uno o varios grupos de la sociedad.
Al poder judicial le corresponde la función de administrar la justicia, interpretando y aplicando el Derecho de acuerdo con las normas positivas vigentes en la sociedad. Pero no sólo de acuerdo con ello, sino también de acuerdo con la equidad.
— La configuración del Estado de Derecho
No es el momento histórico más adecuado para plantear la función que corresponde al Estado y los términos en los que hay que definirlo. Pero a pesar de ello hay que afrontar la cuestión porque sin Estado no habría sociedad democrática, ni Derecho.
La CE establece en su art. 1 que España se constituye en un Estado social y democrático de De-recho, y a partir de esta afirmación se entiende que el texto constitucional especifique la distribución de poderes, la delimitación del territorio, las orientaciones fundamentales para la organización del poder judicial, los derechos que se reconocen a los españoles… etc.
Por tanto, el Estado vendría a ser la referencia, o la realidad a partir de la cual se organiza la so-ciedad política y nacen las normas jurídicas.
Es importante tener en cuenta cuáles son los calificativos que definen al Estado español, que no resultan de fácil perfil si se prescinden de la evolución histórica del Estado, desde su incipiente na-cimiento en el siglo XVIII hasta nuestros días.
El nacimiento del Estado marca una pauta importante en la historia humana, puesto que la pro-puesta del Estado rompe con una organización de la sociedad que se había denominado estamental.
Los diferentes grupos que formaban esos estamentos tenían unos derechos reconocidos, que derivaban esencialmente del criterio del nacimiento y de la propiedad. Este modo de ordenar la so-ciedad se presenta claramente desigual, de manera que no todos los ciudadanos son considerados como iguales, y, por tanto, no todos tienen los mismos derechos. Muestra de ello son las teorías de Hobbes y de Locke al respecto, que a juicio de Macpherson significan la defensa más radical del individualismo basado en la propiedad. Aunque el tema es interesantísimo, no es el lugar para desarrollarlo.
Por lo que interesa a nuestros efectos el nacimiento del Estado ofrece no sólo un nuevo modo de orden de la sociedad, sino que lleva consigo una nueva visión de los derechos y sobre todo una nueva visión de la persona, que empieza a descubrir el sentido de la igualdad, enterrado después de la caída del imperio romano.
Sin embargo, también hay que decir que la configuración del Estado ha ido evolucionando a partir de los errores históricos, si se pueden llamar así, porque gracias a esos errores la institución se ha ido beneficiando y mejorando.
Con todo, en el estudio de la función que se atribuye al Estado hay que distinguir tres etapas: el Estado liberal; el Estado social y el Estado social y democrático de Derecho
— La evolución histórica del Estado
a) El Estado liberal
La primera etapa del Estado es la que se denomina Estado liberal, fundado en el individualismo más radical (que tiene su explicación en que la sociedad estamental se ha ordenado casi siempre bajo la concepción del grupo, de modo que ha primado el bien común sobre el individual, y la idea de autoridad sobre la propia concepción de las cosas).
Durante la etapa del Estado liberal, que coincide con la primera constitución del Estado, habría que señalar como datos más específicos:
— La consideración de los derechos humanos como derechos subjetivos.
— La afirmación de las decisiones individuales como punto de referencia para la regulación de conductas.
— La mínima intervención del Estado, a quien de momento corresponde coordinar las libertades de todos los ciudadanos.
b) El Estado social
La segunda etapa obedece al denominado Estado social, que pretende sobre todo hacer de co-rrectivo para los abusos del individualismo anterior. Para conseguirlo se hace necesario afirmar los derechos sociales, y, por tanto, se requiere de una mayor intervención estatal, con un poder ejecutivo mucho más reforzado.
En esta fase los caracteres del Estado son:
— El imperio de la ley, formalizada como tal a través de un órgano popular representativo.
— La separación y distribución de poderes.
— La legalidad de la Administración pública, que se hace efectiva por los principios de transpa-rencia y publicidad.
— La garantía de los derechos y libertades fundamentales, incluyendo la referencia a los dere-chos sociales, que en último término pueden facilitar un mayor bienestar social general.
En esta segunda etapa se establecen las pautas de lo que se llamará Estado del bienestar, que ha sido utilizado con posterioridad, sobre todo por los representantes del neocapitalismo.
c) El Estado social y democrático de Derecho
La tercera de las etapas establecidas por E. Díaz es la que corresponde al Estado social y demo-crático de Derecho. Esta fase surge también como modo de corregir de algún modo al Estado social.
El Estado liberal optó por el individualismo, que fue corregido con la introducción de los derechos sociales, en la fase del Estado social. Pero el problema es que de uno y otro se han derivado posi-ciones encontradas, que hacen defender planteamientos económicos basados en el individualismo; y planteamientos políticos basados en la defensa de los derechos sociales.
Quizá ambas afirmaciones no son completamente incompatibles, pero si resulta cierto que hay que unificar de algún modo el ámbito político y el económico. Por eso, el Estado social y democrático viene a recordar que la democracia política exige como base una democracia socio–económica. Si la democracia refuerza la idea de la igualdad, este término no se agota en el contexto político, y, por tanto, se trata de afirmar esa igualdad en los diferentes órdenes normativos. Y por ello, hay quien afirma que esta tercera fase del Estado sólo es viable en un sistema socialista.
Con todos los matices que pueda exigir esta afirmación, los elementos para perfilar la tercera fase del Estado se resumen en la participación real de todos los ciudadanos. Y ese resumen se despliega en dos elementos importantes:
— La incorporación de los ciudadanos en los mecanismos de control de decisiones.
— La real participación de los ciudadanos en los rendimientos de producción.
De este modo, la función del Estado consiste en establecer la demarcación en la que se desarrolla la sociedad política, y, por tanto, la justificación tanto del orden jurídico como del político.
3.3 DERECHO Y CULTURA
El caso de la cultura no se presenta en los mismos términos que los demás órdenes normativos. Los ámbitos de desarrollo de cada orden pueden ser difíciles de delimitar, pero hay una zona ambigua en la que se pueden establecer algunas distinciones. No puede decirse lo mismo de la cultura, donde propiamente no nos situamos en un orden normativo bien delimitado, sino más bien en un entorno que termina por definirlo prácticamente todo.
En términos generales se puede definir la cultura como la realización, expresión y descubrimiento de la dignidad humana. Consecuentemente, la realización, expresión y descubrimiento en el orden práctico de la verdad acerca de la condición humana, de un modo histórico.
Precisamente por ello la cultura no es histórica, sino todo lo contrario. Se va haciendo en cada contexto. Se dice que la cultura se identifica con la tradición, porque para elaborar el presente se requiere el pasado.
En el entramado de relaciones y referencias mutuas entre Derecho y Cultura hay que tener en cuenta cuáles han sido las interpretaciones que desde un punto de vista histórico, o doctrinal se han dado a las relaciones Derecho–cultura.
Pueden distinguirse básicamente dos interpretaciones:
a) El ataque o rechazo del Derecho. Ha venido protagonizado por las llamadas experiencias contraculturales que en su momento fueron potenciadas por Habermas.
Fundamentalmente se pretendía el rechazo de cualquier tipo de autoridad, como una especie de reacción peyorativa respecto a la tradición y a todo lo que se mantiene de un modo institucional.
El rechazo a la autoridad implica también el rechazo a las formas y también a las instituciones, fundamentalmente porque manifiestan duración y continuidad y esos elementos son la antítesis de la anarquía.
En esta panorámica, el Derecho se interpreta en un sentido radicalmente negativo, donde se de-fine como un conjunto de normas que regulan la conducta, estableciendo los límites y el campo de ejercicio de las libertades. De esta manera el Derecho se concibe sin más como ordenamiento jurí-dico, y, por tanto, se atiende exclusivamente a lo que es aspecto normativo.
Pero aún en ese reduccionismo, todavía puede entenderse el Derecho como límite o como pro-tección.
En la visión que estamos analizando, el Derecho carece de su función de garantía, de modo que en todo caso es entendido como el conjunto de límites que algunos entienden como necesario dentro de la sociedad.
Tanto por la vía de la negación de la autoridad como por el camino del rechazo de cualquier tipo de límites a la propia conducta, el Derecho carece de sentido.
b) La defensa del Derecho. Vendría a representar la opción contraria a la anterior. Está repre-sentada por aquellos movimientos culturales que plantean la superación de los reduccionismos a los que ha sido sometida la interpretación cultural.
Fundamentalmente estos movimientos han pretendido —a juicio de Ballesteros— la superación del llamado economicismo y del politicismo.
En el primero de los casos, el economicismo tiende a interpretar toda la cultura, y, por tanto, toda la realidad humana desde una perspectiva económica. Esa identificación termina en un reduccio-nismo de la condición humana, que junto a los elementos estrictamente económicos, no puede prescindir de sus valoraciones y, por tanto, del ámbito de los sentimientos para interpretar su entorno. Precisamente por ello, la superación del economicismo pasa por el test de definición no sólo de la persona sino también de la referencia a otros elementos de juicio que transciendan la economía.
En ese iter habría que incluir el reclamo de la solidaridad, como elemento de definición de la so-ciedad. Y esa protección de la solidaridad, como objetivo y como valor o principio del ordenamiento exige del Derecho. Luego, se entiende la defensa de éste.
Razonamiento parecido se sigue respecto al politicismo o estatismo, que identifica la condición humana con un marco exclusivamente político.
En uno y otro caso, el Derecho —su reconocimiento, defensa e identificación— se entiende como la vía para hacer realidad la clásica idea de la justicia, como dar a cada uno aquello que le corres-ponde.
Dentro de dar a cada uno lo propio hay que revisar la definición de la condición humana, y sobre todo hay que proponer una visión real de la misma. La única manera de recuperar la referencia soli-daria —para rebatir las propuestas del economicismo— y la referencia justa —para rebatir las del politicismo— es la consideración del Derecho, situado siempre con un carácter instrumental.
— El nacimiento y desarrollo de las instituciones
Como se ha dicho, la realización más clara de las relaciones entre Derecho y cultura es el reco-nocimiento de las instituciones. Desde un punto de vista conceptual, las instituciones remiten al sen-tido de la tradición, entendida como referencia positiva, para asumir lo que de válido puede haber en el pasado.
Podrían definirse las instituciones como un conjunto coherente de usos, costumbres o prácticas que definen el comportamiento de un grupo.
De ese comportamiento derivan situaciones jurídicas objetivas (status) que invisten de unos de-rechos y deberes estatutarios.
Las características de las instituciones podrían ser —según Hauriou— las siguientes:
1) Son creaciones o invenciones de la sociedad, y, por tanto, se explican necesariamente por re-lación a la cultura. Se entiende en este sentido que las instituciones hacen referencia a modos de vida y de organización social. Por ejemplo, la Banca, o el derecho de huelga, son instituciones que han nacido como reflejo de una cultura concreta, es decir, como manifestación de unas necesidades humanas determinadas.
2) Tienen un carácter formal, puesto que no son simples orientaciones. Implican una normativa de conducta, aunque sea de una naturaleza peculiar. Por ejemplo, la sociedad anónima para se tal tiene que cumplir unas condiciones y unos requisitos determinados.
3) Son complejas, en la medida en que no tienen una naturaleza simple. Agrupan valores, ideas, normas, estructuras, funciones y relaciones. Por eso, una simple repetición, como puede ser el caso de los usos sociales no significa directamente lo mismo que la institución.
En el caso de los usos sociales no se cuestiona la naturaleza de los mismos. Simplemente la re-petición de una conducta los hace viables en un determinado grupo social. Pero ya se ve que es claramente distinto el supuesto de las instituciones, en las que no basta una repetición, sino otros elementos.
4) Son permanentes. Esto significa que las instituciones se mantienen con independencia de las personas. Esto no quiere decir que las instituciones sean algo eterno o absoluto, pero sí que su du-ración y mantenimiento no está sometido al proceso de la persona física.
Piénsese por ejemplo en la propiedad como institución: existe desde hace muchos siglos, con in-dependencia de las personas que fomentaron el que dicha institución tuviera un refuerzo y una pro-tección de carácter jurídico. En este sentido, se mantiene el carácter de permanentes.
5) Son estructuradas. Esto no significa que todas las instituciones requieran de una especie de jerarquía interna. Más bien significa que los elementos que constituyen la institución tienen una in-terdependencia entre sí, y precisamente por ello forman un todo integrado.
Por ejemplo, el Parlamento: su análisis como institución requiere tener en cuenta no sólo las competencias en virtud de las que actúa, sino también qué personas lo constituyen, cuál es el pro-ceso de toma de decisiones en su seno, qué tipo de comisiones se pueden constituir y conforme a qué criterios… y todos esos elementos tienen tal relación entre sí que prescindir de esa relación vendría a ser lo mismo que hacer desaparecer la institución como tal.
6) Por último, hacen referencia a una función principal de una sociedad determinada. Esto es lo mismo que afirmar que no son instituciones todas las ordenaciones formales con relación a un fin social cualquiera, sino con relación a fines de relevancia, y precisamente ese es el motivo de que necesiten una ordenación jurídica, que de algún modo las garantiza.
Establecidas las características de las instituciones habría que recordar que existen diferentes ti-pos: políticas, jurídicas, económicas… dependiendo del fin que persigan. Pero en todos los casos estamos hablando de modalidades de la institución social. En el sentido de que aunque las institu-ciones desplieguen su actividad en un ámbito concreto de la sociedad, surgen precisamente por el contexto social genérico en el que van a desarrollarse.
Es muy significativo en este sentido, el argumento de Eliot, que utiliza respecto a la cultura, y que puede iluminar el nuestro. Eliot señala que para calificar la cultura hay que distinguir tres tipos de asociación en los que puede plantearse ese término: la cultura del individuo, la cultura del grupo y la cultura de toda la sociedad. En esa especie de escalón, la interdependencia es mutua, de modo que no podría hablarse de la cultura del individuo sin el grupo y sin la sociedad.
Ese proceso que resulta lógico atendiendo a la vida práctica, puede aplicarse ahora a la clasifica-ción de las instituciones. Estas pueden ser diferentes, según el campo de la actividad social en el que nos situemos, pero en todo caso, estamos siempre hablando de las instituciones sociales. Y ello porque solamente en el seno de la sociedad se explica una determinada cultura que dé origen al nacimiento de las distintas instituciones.
Por todos estos motivos resulta fácil asumir que las instituciones implican un modo de reconoci-miento jurídico para las exigencias de la cultura de una sociedad. Y en este sentido, dichas institu-ciones manifiestan de un modo claro la relación estrecha entre Derecho y Cultura.
— La evolución cultural del Derecho
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